Crítica de Un gato en París
Jean-Loup Felicioli y Alain Gagnol llevan desde 1997 (según reza Sr. Internet) convertidos en dos de los principales abanderaos de la animación clásica, a base de apostar religiosamente por producciones que tiran de lápiz y papel, carboncillo, goma y acetato. El resultado, al menos con esta vida de gato que ahora nos proponen (y que en España se conoce con la brillante traducción de Un gato en París), es efectivamente un cine que transporta a otra época, aquella todavía virgen de ordenadores y dimensiones múltiples, y con la originalidad y el cuidado como principales valores. O sea: premisas peculiares, argumentos con potencial para pillar desprevenido, personajes bien elaborados, y una factura artística digna de elogio. En concreto, aquí en apenas 65 minutos se cuenta la historia de un gato que de noche vive con un ladrón de guante blanco, y de día con una niña aparentemente muda, hija de una mujer policía cuyo marido fue asesinado. Ambos destinos se cruzan cuando el responsable de la muerte hace acto de presencia, arrancando así un entramado de polis y cacos por los tejados de la capital francesa, mientras sus habitantes duermen plácidamente…
Desde luego sorprendente es un rato, no se puede negar; y mayor es el nivel de ojiplatismo cuando se asiste a sus títulos de apertura, sensacional ejercicio revisionista que no habría sido descabellado imaginar en manos de Saul Bass. Referente nada gratuito puesto que (y al poco se descubre el pastel) más que a los cuentos de hadas, más que a las películas infantiles ya sea de ahora o de antes; más que a referentes de corte más familiar y/o simplón… más que a todo ese universo algo neblinoso del que hacen uso y abuso el noventa por ciento de producciones animadas, Un gato en París se asoma a los clásicos del cine negro, a las pelis de caza al ladrón de toda la vida. Aquellas con grandes personajes de moralidad bifocal, que con el paso del tiempo se han ido convirtiendo en auténticos iconos. De este modo, pese a lo reducido de su metraje la cinta descubre un buen puñado de matices nuevos, para deleite del espectador más adulto y descubrimiento del más joven, seguramente sobreexpuesto al exceso de subnormalidad reinante en la animación actual en general. Y ojo, que todo esto lo hace sin renegar en ningún momento de su vertiente infantil (personificada en la niña y su disimulada lucha por la superación).
Que haya sido tratado todo con cuidado y mimo máximos, lleva no sólo a un guión tan fresco y bien calculado, sino a un empaque visual original y casi onírico. Si este no es un cuento de hadas al uso, por lo menos, que a la vista lo parezca. Las sinuosas formas y movimientos del ladrón, la placidez del gato, los vivos colores, las surrealistas formas de los tejados… Todo influye para darle vigor a Un gato en París en general, y la consabida condición de ciudad mágica (ora embriagadora, ora pesadillesca) a París en particular. Acompaña, completa y remata la faena una espectacular banda sonora, protagonista absoluta tanto cuando eclosiona como cuando se mantiene en silencio (o casi).
Lamentablemente, no todo es perfecto, y pequeñas irregularidades rítmicas impiden que la fiesta sea completa. Cierto es que salvo cuando se lo propone (un glorioso tramo final) en ningún momento quiere ser trepidante puesto que su objetivo parece más versado en la excavación e implantación de una semilla (cuyo resultado se aprecia a posteriori), pero alguno de esos bajones se hace demasiado evidente como para pasarlo por alto. Al margen de eso, película sensacional, entrañable y deslumbrante. Justificadísima su nominación a los Oscar, y tal y como está el patio, no sería nada extraño que se llevara algo más que la aspiración…
7/10
Por Carlos Giacomelli