Crítica de La gran estafa americana (American Hustle)
Bastan dos minutos de La gran estafa americana -una declaración de intenciones primero en forma de breve mensaje introductorio sobre fondo negro, después en forma de excepcional presentación de personajes- para darse cuenta de que la nueva propuesta del actual padrino del cine de autor comercial americano, David O. Russell, no busca convertirse, por lo menos conscientemente, en el compendio final, la obra de reafirmación, el no-va-más en la filmografía de su director, tal y como algunos creímos en un principio. Se trata mucho menos de una aproximación definitiva a la Gran Película Americana -la que habla de los grandes valores, de los lazos afectivos, de la codicia y los pecados capitales, la violencia y el sexo y las drogas y el desenfreno, y la que quiere hacerse pasar, en definitiva, por un revitalizado Scorsese de los años noventa -, y mucho más de un intento a priori humilde y sin demasiadas pretensiones de partida por probar suerte en otro de esos géneros cinematográficos clave del cine americano en los que Russell todavía no se había detenido: la comedia negra con ínfulas de thriller urbano. Esta vez, otra vez, acerca de una panda de pillos que se enriquecen a costa del respetable hasta que alguien o algo se cruza en su camino. Entonces, ¿hay algo nuevo?
Lo hay: que alguien que dispone tanto de un buen ojo para el producto comercial de gran tirada crítica y de público como una acentuada pulsión artística reflejada en una cada vez más reconocible huella autoral se encuentra tanto tras el papel (en calidad de coguionista) como tras la cámara (en calidad de director). Así que, como ya ocurría en El lado bueno de las cosas, su anterior y multi-premiada película, esta es una cinta comercial propia de cine multi-salas tanto como un filme de autor. Un producto que busca satisfacer tanto al espectador más o menos exigente como al algo menos sesudo. Buena muestra de ello es que al final valorarla en sus principales cualidades sea tan fácil como reducirse a decir que no es la historia (en el fondo caduca, consabida y efectista) sino el dibujo de personajes (brillante, original y muy personal) lo que de verdad sobresale, porque lo que les ocurra o les deje de ocurrir a nuestros héroes forma parte del continente más que del contenido. Sin embargo, las buenas noticias son que, ahora al contrario que su inmediata predecesora, en La gran estafa americana tanto lo primero como lo segundo acaban por tener un resultado más que satisfactorio, un ejercicio depurado de cine muy notable y, a menudo, excelente.
Esto no tiene ni trampa ni cartón. No hay sentimentalismos ni dramatizaciones, sólo mucho artificio. Fresca y dulce sátira. La pantomima discurre sobre terrenos conocidos siempre, a saber: la caída de los antihéroes, la desmitificación del gran sueño americano -de que hacerse rico es tan sencillo como chasquear los dedos, de que la audacia lo es todo en un mundo en el que el más lento se queda por el camino. Pero se mueve todo alrededor de un mundo en el que, a pesar de la gravedad del asunto, lo importante es la diversión por la diversión, la glorificación del esperpento, el buen vivir y el hacerlo por todo lo alto. Aunque la progresión dramática se desencadena a menudo de forma natural y predecible, los personajes que la protagonizan no parecen saber responder demasiado a ella y, perdidos, prefieren dar gala de sus endiabladamente perfeccionadas personalidades antes que de hacer uso de algo de cabeza para resolver situaciones o por lo menos no meterse más aún en ellas.
La premisa es sencilla. Una pareja de estafadores ve sus planes truncados cuando deben aliarse con el FBI para destapar una red de corrupción que salpica tanto a mafiosos de tres al cuarto como a importantes personajes de la vida pública. Parcialmente basada en hechos reales, O. Russell acaba jugando libremente con la historia. Y, para que la cosa salga bien, se empeña con esmero en su doble rol creativo, perfilando sus personajes como criaturas únicas en su especie, dotándoles de carisma en su absoluto patetismo, de labia en su profunda ignorancia, en el cénit de su condición de perdedores más listos que nadie. Lo hace mediante diálogos chispeantes, relaciones interpersonales de distintas profundidades, y resoluciones cómicas desconcertantes a escenas que cualquiera hubiera dicho al principio que eran marcadamente dramáticas. Y así, sus habituales puntos de fuerza acaban apareciendo de nuevo y embelleciendo el producto final. En primer lugar, el guión es tan generoso en su variopinta presentación y desarrollo de tales personajes que brinda a los actores el precioso y excepcional regalo del vehículo de lucimiento personal (Christian Bale, por descontado, pero también Jennifer Lawrence, sobre todo en sus escenas con el primero). En segundo lugar, la dirección y puesta en escena consigue retratar y hacer suyo un mundo que, aunque desconocido de primera mano para el público europeo, evoca a terrenos estilísticos y formales que nos son familiares de otras aproximaciones recientes al género, aunque ninguna de tan lucimiento como la presente.
La gran estafa americana acaba siendo una película más fresca, más ligera, más original y menos grave de lo que cabría haber esperado. Es punzante, atrevida, directa, francamente entretenida y muy divertida o incluso hilarante a ratos, y se toma menos en serio a sí misma porque prefiere ser más libre de lo que los cánones del género le permiten. Persigue el éxito, sí, el ser aclamada por crítica y público, pero también lo hace de la mejor de las maneras. Al final, peca ligeramente de arrogante y presumida, porque aquí hay pretensiones de autor claras, de hacer algo que la gente pueda acabar asociando a un nombre propio. Pero, qué más da, disfrutémosla de todas formas y gocemos de una historia que, aunque a veces nos intente estafar como espectadores igual que los personajes en la historia estafan a sus víctimas, consigue convencernos de que algo bueno se puede sacar de todo ello.
7,5/10