Crítica de El gran Vázquez
Hasta la fecha, las relaciones de la Editorial Bruguera con el cine eran más bien desafortunadas. Que yo recuerde, hubieron varias películas animadas bastante chusquillas de «Mortadelo y Filemón» (lo reconozco: algunas me alegraron la infancia) o una adaptación de «Zipi y Zape» en imagen real que un crítico generoso podría calificar de despropósito. Qué demonios, si la revisitación que hizo Fesser de Mortadelo casi sería lo más cercano a una buena película, puede imaginarse uno como está el patio. O cómo lo estaba antes de este «El gran Vázquez» que ahora nos llega dispuesto a arreglar, aunque sea un poquito, las cosas a este lado de la adaptación tebeística ibérica.
Óscar Aibar, estimable artífice de «Platillos volantes», se plantea su biopic de bellota más como un homenaje/demostración de amor que como un auténtico drama biográfico del modelo «recopilación de datos». Así que «El gran Vázquez» primero es declaración de intenciones y luego es película. Afortunadamente como película no se queda excesivamente rezagada, y aunque adolece de algunos tics insalvables (maldita sea, lo son) del cine español más o menos comercial (interpretaciones mejorables, diseño de producción con denominación de origen y todo eso) al final cuenta como experiencia cinematográfica positiva y ofrece su buen rato de disfrute.
Un disfrute muy condicionado, eso sí, por el nivel de contacto que haya tenido cada uno con el descacharrado mundillo que nos presenta. Manolo Vázquez era un pintamonas. Como pintamonas vivió -mientras le dejaron- y como pintamonas se le recordará por los tiempos de los tiempos amén. Probablemente el más influyente, salvando a papá Ibáñez, de toda la rica cantera de dibujantes que salieron de la Editorial Bruguera, añorada escuela tebeística y ahora mito cultural de toda una época.
La que va de los 40 hasta los 80 pasando por los 60 en los que se centra Aibar y que describe con todo lujo de -gozosos- detalles. El director y su equipo técnico hacen una primorosa reconstrucción de la época, un tanto idealizada a nivel visual, pero muy atractiva finalmente lejos del almidón de un «Cuéntame» cualquiera. Mediante una fotografía cálida (que experimentará un ligero cambio cromático relacionado con las circunstancias del personaje), una elección de colores pastel y un tratamiento de la imagen en postproducción que la acercan a un aire como de tebeo, Aibar nos coge por las orejas y nos suelta en medio de la Barcelona de los 60, en plena dictadura, poblada de todo tipo de personajes. Por ahí pasan comunistas de estrangis, falangistas trasnochados y hasta los recién llegados tecnócratas, acartonados burócratas que traían consigo una serie de valores en las antípodas de la creación libre y desprejuiciada que perseguía Bruguera en sus primeros años. La sombra del buitre censor buscaba su carroña y a veces la encontraba en personajes como Vázquez.
Un trabajo de ambientación, la de la redacción, que resulta un auténtico caramelo para el nostálgico y el mitómano, que ve pasar por ahí a Ibáñez (trabajando como un loco, clonado con acierto por Manolo Solo) o a Escobar y ve entintar cientos de páginas de Tío Vivo, del DDT, del Pulgarcito y hasta cómo los personajes de la película se expresan de forma parecida a los propios personajes. De hecho, que algún nostálgico me corrija si no está de acuerdo, pero todo recuerda un poco a aquellos especiales que se montaba la editorial en ocasión de números señalados o fechas concretas y que mostraban las interioridades de la redacción. Un mundo de locos poblado por dibujantes achepados sobre sus tableros de dibujo y capitaneados por un editor sanguinario esgrimiendo un látigo de nueve colas.
El parecido con la realidad tebeística no termina aquí. Obviando el hecho de que Vázquez viva en un edificio que parece trasunto del de la «13 Rue del Percebe» (afirma Ibáñez en la película que el moroso que creó para el ático se inspiraba directamente en Vázquez), algunas secuencias parecen sacadas directamente de la viñeta, con persecuciones y chistes extraídos del papel. El problema, quizá, es que Aibar en alguna ocasión no logra controlar esta faceta de su película, a la que termina sobrándole un cierto tono infantiloide, con esos personajes cobrando vida mediante técnicas de animación, o con la profusión de efectos sonoros propios del dibujo animado.
Pero todo esto da un poco igual, porque en medio de todo el torbellino está situado el propio Vázquez (Santiago Segura en su mejor papel), genio, figura, gamberrismo y auténtico protagonista del homenaje. Y el respeto hacia el maestro no quita del sarcasmo, del cinismo, ni de la mirada ácida hacia un personaje que se trata sin condescendencia. El gran Vázquez de Aibar es un personaje caradura, macarra, aprovechado, polígamo y hasta un poco cabrón. Superdotado para el timo y con una filosofía de vida propia y un cierto desprecio por los demás («te crees que el resto de personas somos todos gilipollas» le dice en una ocasión su esposa -una de ellas-). Perennemente endeudado, era un maestro del bulto escurrido que se las ingeniaba siempre para escaparse de sus acreedores y de sus responsabilidades para con los que le rodeaban. Una forma de entender la vida social que luego terminó volcando en su autobiográfico «Los cuentos del tío Vázquez», protagonizado por un alter ego de sospechoso parecido.
Al final, sus desplantes, sus tonteos con la moral imperante (en el momento más inoportuno para ello) y sus tejemanejes con la justicia lo mandaron de cabeza a presidio, donde a decir verdad no pudo estarse demasiado tiempo quieto. Especialmente cuando se enteró de que la editorial, más pendiente de ganar dinero en gran cantidad que de otra cosa, le había puesto varios negros a trabajar en sus personajes. Anacleto, las hermanas Gilda, la familia Cebolleta, todos fueron pasando por manos profesionales pero profanas, alejándose cada vez más de su legítimo padre. Afortunadamente Aibar pone cada cosa en su lugar y nos regala el hermoso y precipitado momento de la creación de Anacleto o un simpático guiño a costa de Angelito. Y a pesar de que el drama y la comedia conviven en «El gran Vázquez» de manera un tanto forzada y que en ninguna de las dos facetas la película logra cotas especialmente memorables, el respeto y la clase con que se tratan los hechos son notables.
Todo con la voluntad de dar al César lo que es del César, de rendirse hacia el talento disparatado, hacia unos años de infancia que muchos hemos pasado devorando tebeos a lo industrial y que encuentran su culminación en ese emotivo epílogo de «El gran Vázquez» que reúne a dos amigos treinta años después.
Como película, bien. Como ejercicio nostálgico, maravillosa.
6’5/10