Crítica de Greenberg
Comenta Rodrigo Fresán en el estupendo prólogo que escribió para la edición de Libros del Asteroide del «Jernigan» de David Gates que la literatura americana está llena de personajes furibundos que pululan por una estratosfera circundante a lo que conocemos como «el Sueño Americano», pero a una distancia suficiente como para mirárselo desde arriba y pervertirlo a su placer en función de unos preceptos basados básicamente en la autodestrucción. Seres (semi)ficticios que, desde las líneas de «La broma infinita» de Foster Wallace, de «El guardián entre el centeno» de Salinger, de «Vía Revolucionaria» de Yates, de «Matadero 5» de Vonnegut o de «Trampa 22» de Heller, han puesto su granito de arena en la gran montaña de mierda american-style demostrando que la Tierra de las Oportunidades lo es, sí, pero que todo paraíso tiene también sus zonas oscuras. Y que el buen samaritano tiene en aquél que se empeña en ser miserable por cojones, un perfecto e imprescindible némesis.
Más o menos se diría que el tal Greenberg podría colarse disimuladamente en una lista parecida de indeseables, una formada por seres habitantes del vasto mundo audiovisual. Un ámbito donde podría compartir apartamento con personalidades tan dispares como el Coronel Kurtz, Tony Soprano, Henry Chinaski, Homer Simpson, Travis Bickle, George Carlin o el Gato Fritz. Esto es, profetas incomprendidos, locos, presencias extrañas o autodestructivas e incómodos diversos.
Y lo bueno de todo ello es que en Greenberg no hay un filósofo, ni un alquimista, ni un avanzado a su tiempo, ni nada de eso. En Greenberg, nos viene a decir Noah Baumbach, estamos todos. Por lo menos todos los que creemos no haber perdido el juicio en un mundo que sí lo ha hecho. Paradójicamente, todos los que nos mantenemos locos en un mundo insanamente sano.
O algo por el estilo.
Pero sea como sea, en realidad Greenberg es un tipo jodidamente normal. Tiene sus desequilibrios mentales, sí, su complejo de Peter Pan y su camino aún algo extraviado. Pero anda, como quien más quien menos, perdido por la vida, por las relaciones amorosas extrañas y por las familiares aún más raras. Y, como digo, se desplaza siendo un ente incómodo, culo de mal asiento en esta vida occidental moderna.
Porque como un Larry David cualquiera, el cuarentón Greenberg deja la urbanita Nueva York tras un periodo de hospitalización psiquiátrica para trasladarse temporalmente a la mucho más laxa Los Angeles. Se mete a cuidador de la mansión de su hermano en vacaciones y allí se reencuentra de narices con la libertad adulta, pero también con la realidad re-enganchada de quien está a punto de estar overcooked.
Con la crisis de los cuarenta mirándole ya de frente, decide retomar los hilos sentimentales (una antigua novia mucho más madura que él) y experimentar cosas nuevas (una nueva bastante más joven). Se hace cargo por primera vez en su vida de otro ser vivo (un perro que termina siendo su tabla de salvación) y se pasa el día debatiéndose entre sus impulsos más viscerales y los ramalazos adultos de responsabilidad y decisiones concienzudas. Pero, recuerdo, él es el loco del pueblo a punto de pasar a carroza en la generación ipod de chavales todopoderosos que igual se esnifan la vida que se montan una farra en la primera mansión que se les cruza.
Así que en «Greenberg» hay melancolía en cantidades industriales. Noah Baumbach está en esa generación que descubrió el cine indie, que mamó Casavettes hasta hartarse y lo supo compaginar, cinéfagos totales, con el mainstream ochentero. Y a partir de ahí construyó un discurso basado en la nostalgia, el sentimiento de autor y la postmodernidad (venga cómics, venga rock, venga televisión). Pero Baumbach no es Wes Anderson, sino más bien un compañero de promoción que decidió quedarse un poco atrás. Por lo menos en su faceta de director.
De modo que si el director de «Fantástico sr. Fox» demuestra que aun con amor por lo retro es una mente inquieta, Baumbach se asienta en su lugar, las afecciones humanas entre humanos poco afectivos, y excava en su metro cuadrado, todo para abajo. A veces le sale mejor («Una historia de Brooklyn»), otras se queda más a medias. Como en «Margot y la boda» o en esta «Greenberg» en la que, curioso, termina pareciéndose más al primer Anderson, el de «Academia Rushmore» y especialmente el de «Los Tenenbaums: una familia de genios», y no solamente por la conexión Stiller.
No es que no haya lucidez en su mirada. Al contrario. Los personajes están bien caracterizados, monopolizando especialmente la atención el Greenberg que construye Ben Stiller, todo contradicciones, dudas, decisiones extrañas y aciertos ocasionales. Un esquizofrénico (literalmente) acostumbrado a generar reacciones dispares, inesperadas, en el que tiene delante. Un ser tan asesinable como querible consumido por sus propias manías de obsesivo-compulsivo. Por eso Stiller consigue a ratos descolocar, y a otros conmover.
Y rodeado por un par de secundarios especialmente destacables: por un lado Greta Gerwig, la joven con dificultades de desenganche amoroso. Por el otro Rhys Ifans, el amigo del alma que finalmente ha terminado ¿abdicando?¿claudicando? y se ha pasado al enemigo: se ha casado y ahora es respetable padre de familia. Bien. Por ahí no hay tacha.
Es sólo que «Greenberg» no cuenta nada que no se nos haya contado ya antes más de una y de dos veces. Gran tara y enorme obstáculo que deberá salvar el espectador más o menos acostumbrado a este tipo de historietas.
Eso sí, lo hace con gracia, por lo menos. Con clase y un aire autoconsciente, una voluntad de hacer las cosas bien hechas y no limitarse a guiñar el ojo a la platea indie, sino ofrecerle algo más donde hincar colmillo. Vamos, que recurre a una planificación fresca, pero no forzada. Que apuesta por una banda sonora de vocación alternativa pero no obvia. Y que cuenta una de esas historias de amor/desamor de manera desprejuiciada pero sin caer presa de la dictadura de lo «original». Todo, of course, desde esa distancia que suele tomar Baumbach respecto a lo que cuenta; ese paso atrás que da para escudarse en una especie de apatía narrativa que da libertad a sus personajes para que respiren cuando lo necesiten.
A algunos les parecerá desapego del creador hacia su creación. A otros desencanto derrotista. A otros voluntad de agarrar escalpelo y ponerse a diseccionar. Por el camino se perderá calidez, pero se ganará en objetividad. No sé cuál será la proporción que cada uno aceptará de cada uno de las dos, pero probablemente lo más interesante debe ser aceptar un poquito de cada y dejarse llevar por el río de la vida del deslocalizado Greenberg.
No es una maravilla incontestable, pero en su lugar se van a estrenar varias mierdas indignas de haberle usurpado un pequeño rinconcito en las carteleras: quien quiera verla, a por el DVD. Qué cruz.
6’5/10