Crítica de Habitación 237
Si El resplandor era ya de por sí y casi desde su concepción una obra de referencia, un mito en el cine de terror y una nueva muestra del genio poliédrico e hiperdetallista de Stanley Kubrick -en ninguno de los casos exenta de polémica y divergencias críticas-, que más de treinta años después se le rinda el culto que se trajo consigo no hace sino corroborarlo. Así que en el fondo no hacía falta una obra como Habitación 237 para dar testimonio de ello pero, al fin y al cabo, tampoco sobra. ¿Por qué? Lo veremos.
Por poner en antecedentes de manera sucinta, Habitación 237 se presenta como un documental que analiza las claves profundas de El resplandor. Una deconstrucción de sus códigos que pretende dilucidar qué pistas escondidas a lo largo y ancho del metraje, diseminadas en el texto, en la planificación y la puesta en escena, aportan el sentido final y definitivo a la obra. De manera que en nueve partes y de la mano de cinco narradores cuasianónimos (se los presenta como si fueran expertos, pero nadie nos dice en qué), poco a poco van presentándose las distintas teorías al respecto, el desarrollo de los distintos estudios enfocados desde diversas perspectivas filosóficas, iconográficas, historiográficas o temáticas.
Para uno, El resplandor era una inequívoca alegoría y encarnizada denuncia del etnocidio sufrido por los nativos americanos. Para otro, la película es una clara traslación al género de la ficción terrorífica del holocausto judío; para el de más allá, un juego de pistas que Kubrick dejó medianamente veladas pero que dejaban meridianamente clara la participación del director en el video del aterrizaje en la luna, que habría sido falso. Es decir, esto va de acumular perspectivas y conformar un torrente de informaciones, de observaciones minúsculas, de anécdotas jugosas que hasta ahora habían pasado desapercibodas, de pequeños detalles evidentes o freudianos que mapean exhaustivamente la película de Kubrick y que deberían cerrar y fijar para siempre la boca de los que la critican. Que también son muchos.
Y resulta explosiva, vitalista, embriagadora la euforia que produce esta celebración del cine y de sus pequeñas triquiñuelas. Este estudio minucioso y pormenorizado de la psique del artista a través de su obra. Esta constatación de que lo que guardaba el director dentro del cráneo no era un cerebro, sino un superordenador, una máquina privilegiada y una bomba de neutrones de fuerza creativa. Y durante el visionado se intensifica la cinefilia con la profusión de imágenes -quizá hasta exagerada: la película adolece de un cierto horror vacui visual- de la carrera del director y del resto de la Historia del cine. Planos y secuencias que dialogan entre ellos, que interactúan, que se complementan, que sirven como ilustración probablemente descontextualizada para otros temas.
Pero cuidado. Que Room 237 posee mucha, mucha sabiduría en la dosificación de la información, en su despliegue de panteamientos, y poco a poco uno va sospechando de que detrás de todo esto hay algo más. Porque la película guarda un pequeño secretito en sus intenciones, un doble juego que se va desvelando a medida que se acumula el discurso y se agolpan las voces. Esto no es lo que parece. Con la sobreposicion de la información, los continuos redimensiondo, reinterpretación y contradicción de la misma van dando la magnitud de una tragedia. Y empieza a aparecer la sospecha de que nada de todo esto puede ser verdad; certeza que choca con la irrefutabilidad de las pruebas mostradas en pantalla que, sin embargo, cada vez hacen referencia a elementos más bizarros (desde un «clarísimo» fotograma en el que se ve la cara de Kubrick formada por las nubes -sic- hasta una superposición de planos casi imperceptible que le estampan a Jack Nicholson un bigotillo de Hitler bajo la nariz). Conclusión, las personas que narran todo esto, estos visionarios de la semiótica visual, no pueden estar bien de la cabeza.
Y aquí es donde uno empieza a ver por dónde va Habitación 237. El resplandor termina siendo en realidad un macguffin, una excusa relativamente idiota para hablar de otra cosa. Y es que es verdad que esto es una apasionante oda a la multi-interpretación del arte, un homenaje directo al genio de Kubrick, una contagiosa celebración de las posibilidades narrativas del subtexto y una constatación de la insondabilidad y cualidad de eterna obra maestra de El resplandor. Pero no es menos cierto que en el fondo todo esto nos habla desde la ironía, la agudeza y la finura, de los límites del culto y la idolatría. De la obsesión por una película, del apropiacionismo de una obra artística hacia unos terrenos de la pura subjetividad a través de planteamientos indiscutiblemente lúcidos o directamente disparatados.
Y así, Habitación 237 queda convertida en un documental con visos de mockumentary que sacude como un thriller y conscientemente deja de lado el rigor más puro (no hay datos biográficos, ni testimonios directos, ni anécdotas de la vida del director) para simplemente rendir homenaje a todos aquellos conspiranoicos, a los que se dejan la piel y la vida en estudios sin crédito ni beneficio. Y, en fin, a todos los que entiendan el cine como algo que empieza en el momento de nacer y que se mantiene presente el resto de la existencia hasta que, que nosotros sepamos, se apaga la vida. A ellos homenajea la película aunque sean, seamos, unos malditos locos. Pero eso es lo que nos caracteriza a todos los que accedemos de vez en cuando a sentarnos en una butaca ante una pantalla grande, ¿no?
Monísima, una joyita insospechada.
8/10