Crítica de Happy Family
Gabriele Salvatores nunca ha sido de un solo género, mucho menos estilo. Sin ir más lejos, sus dos trabajos de mayor ruido son diametralmente opuestos entre sí: está Mediterráneo, esa comedia costumbrista bélica valedora del Oscar a la mejor película de habla no inglesa; y No tengo miedo, desasosegante drama sobre un niño que se encontraba a otro atrapado en un agujero en el suelo. Por el camino, hay hasta thrillers de ciencia-ficción, por lo que no es de extrañar que ahora, con Happy Family, vuelva cambiar de disfraz. Toca pasarse a la comedia romántica, y al estilo indie con mucho de metaligüístico: la principal baza del film es la ruptura inmediata de la cuarta pared, se recurre a actores siendo prácticamente entrevistados por el director/espectador ad nauseam. Y de la mano de ellos se construye la historia de una pareja de niños (aún menores de edad) que van a casarse para alegría de sus respectivas familias, disfuncionales y netamente distintas entre sí. Por encima de todo y de todos, el autor de la historia, un escritor que hace de narrador conforme va escribiendo su próxima obra, y que a su vez se inmiscuye en el argumento aportando más dosis de comedia y romance. En definitiva, estamos ante otra típica comedia romántica italiana pero de guays. Sin embargo, el batiburrillo resultante no acaba de dar con la tecla. Y cuando este género adopta una personalidad tan altiva, pretenciosidad artificiosa por bandera, pero no logra dar en la diana, el fracaso puede llegar a ser estrepitoso.
Aquí nos encontramos con un Salvatores convertido en una suerte de fotocopia de Wes Anderson, una versión muy primitiva de Jean-Pierre Jeunet, o un Danny Boyle con horchata en las venas: Happy Family tiene tanto de la muy superior Manuale d’Amore (donde el narrador era un presentador radiofónico en lugar del escritor que ahora nos ocupa) como de esa serie de tics que aglutinan películas entre lo indie, lo posmo, lo cool, y cualquier otra etiqueta del estilo: por capítulos se va desplegando esta comedia de enredo que se obsesiona con los planos medios; trufada de vestuario kitsch y peinados hipster; hipersaturada de vivos colores rotos repentinamente por secuencias de blanco y negro; con multitud de recursos casposos, ya sean errores voluntarios de raccord, efectos digitales deliberadamente desfasados, o pantalla dividida. El objetivo, además de dárselas de gafapastoso de la muerte (un esfuerzo que se nota a quilómetros de distancia), es conseguir un aire de sueño, muy bucólico todo, del que se sirve el film para lanzar el habitual discurso tipo “lo que necesitas es amor, y no hay drama que pueda con él”. Para eso y, a niveles algo más elevados, para realizar lo que se intuye un canto al séptimo arte: “en el cine todo vale”. O algo.
O algo, sí, porque el tándem Salvatores/Sandro Veronesi (coguionista y hermano de Giovanni, responsable precisamente de Manuale d’Amore) hace aguas en la parte más fundamental de su trabajo: y es que son los primeros en no resultar creíbles, enfundados en sus disfraces de auteur excéntrico. Que si toda la filmografía de Wes Anderson es constante en su surrealismo, será porque tiene así amueblada la cabeza; pretender tener el mismo universo interior de Jeunet siendo un cineasta de corte (y no digo que sea negativo) más comercial… no cuela. Y por ende, Happy Family se antoja forzada e increíble, empatizar con ella es misión imposible. Quiere volar hacia un mundo onírico en el que podría vivir Amélie tan ricamente, pero se resiste a levantar los pies del suelo, quedando a medio camino tanto a nivel argumental como formal. Incapaz de desprenderse el hábito de pura vulgaridad romántica alla italiana (de ahora). El recurso del actor hablando directamente al espectador acaba perdiendo su sentido y pecando de abuso gratuito, los conatos dramáticos pintados de rosa no despiertan sentimiento alguno ni están bien implementados en el film, y el empaque formal quiere ser tan distinto que acaba en el polo opuesto, pareciéndose demasiado a cualquier ejemplo de exploit indie se segunda. Del mismo modo, su canto al cine, con la obra que se revela a su autor y su autor que se mete en la obra y el meta de garrafón fluyendo y derramándose y los cambios de estilo constantes y la BSO alegre, no pasa de unos niveles muy básicos, apenas rasga la superficie de un universo ya explorado con mejores resultados en demasiadas ocasiones.
Es de esas películas, en definitiva, que buscan marcar un tanto sin tener armas para ello. Claro que algún gag funciona, algún personaje divierte más que otro (Abantuono siempre es garantía de seguridad) y a algún despistado puede caerle en gracia el conjunto. Pero para que os hagáis una idea, Happy Family es de esas películas pasadas por un filtro de Instagram, de esas con una historia romántica en la que alguno de los personajes secundarios es enfermo terminal, lo cual puede conducir a un drama pero qué más da, puesto que es de esas películas que acaban con una cancioncilla indie pegadiza buscando sin pudor la complacencia del público. De aquellas con efectitos de ordenador y carteles con fuente cursiva para indicar una separación entre capítulos. De esas que una vez estuvieron de moda, pero que a estas alturas empachan más que otra cosa. Por aquí, al menos, ya estamos muy hartos.
4/10