Crítica de Heimat: La otra tierra
A los 77 años, Edgar Reitz debió pensar que a su obra magna, la saga Heimat, le faltaba algo. A lo largo de tres temporadas televisivas (eventos, o tv-movies, más bien) y durante más de un tercio de su vida, el ambicioso proyecto del cineasta ha repasado la historia de Alemania desde finales de la Primera Guerra Mundial y hasta los inicios del nuevo siglo. Quedaba, por lo visto, andar a indagar los orígenes de determinadas situaciones sociales, movimientos ideológicos. O quizá, Reitz haya decidido que habida cuenta del estado actual de la sociedad, haya llegado el momento de dar la alerta, con tal de evitar volver a las andadas. Unas andadas que datan de mediados del siglo XIX, época de profunda depresión germana y europea, y de grandes movimientos migratorios hacia Sudamérica. Época de hambruna y de enfermedades que si resultaban mortales era por falta de atención y medios. En medio de todo este barullo, Heimat: La otra tierra vuelve a imaginar un pueblo perdido en la geografía alemana, y a través de la historia de un chico, una chica, un par de familias y otro puñado de vecinos, estudia situaciones globales mientras relata historias íntimas, enlazando unas con otras de manera que un enfrentamiento entre hermanos pueda equipararse a la ruptura de una sociedad, o la lectura de un libro sirva como alegoría para los sueños y esperanzas de una población entera. Esto es: el espíritu de la serie original, trasladado a una época distinta, a modo de precuela, de manera que pueda valer perfectamente para que el neófito pueda adentrarse en un universo cinematográfico tan gigantesco como desconocido para buena parte del público.
Los elementos distintivos más allá de lo argumental ahí siguen: de nuevo, Reitz apuesta por el blanco y negro, roto puntualmente por algún elemento a todo color. Y de nuevo, el ritmo que le imprime al film es sosegado, desglosando información que llega en forma de trama, pero también de ensoñaciones (no falta a la fiesta un punto metafísico) y lecturas en off. A caballo entre Novecento, Ladrón de bicicletas y, por qué no, La cinta blanca (cintas en realidad parejas en el tiempo, las de Haneke y Reitz, habida cuenta de que este último tardó cuatro años en finiquitar la que nos ocupa), y a lo largo de cuatro horas de metraje, va calando en profundidad el personaje principal, outsider total del pueblo en que vive, y de los que le rodean y le observan entre fascinados y descolocados. Es la historia de un chico que quiere irse, vivir, cumplir sus sueños, aprender; un joven inquieto que no consigue huir de un lugar detenido en el tiempo, sumido en una desolación de la que sólo logra salir puntualmente (con el quasi bíblico retorno del hermano mayor, y no es la primera vez que el retorno centra la atención de Heimat). Es la última esperanza de la siguiente generación, él, pero parece que no consiga asomar la cabeza. Se ríen de él porque en lugar de saber hacer funcionar una maquinaria, sabe leer. Si se piensa en los recientes acontecimientos por Europa, nos que haya demasiada diferencia.
Hay línea continuista, claro, y mirada hacia atrás: esta es una de aquellas épicas cotidianas (o así) como las de antes. Pero también hay evolución, y de qué manera, en el lenguaje de Heitz. Pese al estilo deliberadamente deudor de lo clásico que busca, la cámara plasma una obra de arte casi perfecta, y a su vez cas adelantada a su tiempo. Los planos aéreos con bizarros movimientos por malickianos campos de trigo, la conjunción de estilos narrativos y planos de la realidad, la fuerza de sus puntuales rupturas esquemáticas con los toques de color o su habilidad para saltar de un género a otro, de un personaje a otro o de un microcosmos a uno de carácter universal, hacen de Heimat: La otra tierra un film imperecedero, autorrenovable. Si se le puede achacar alguna pega, esta pasa por ser demasiado bella, hasta el punto de perder el hilo (de su por otra parte fascinante entramado) ante tan embriagadora puesta en escena. Vamos, que es inapelablemente obligatoria, dure lo que dure.
9/10