Crítica de Hermosa juventud
Hablar de Jaime Rosales, y por ende, de su cine, es un terreno, en términos populares, bastante espinoso, ya que pese a los múltiples laureles que ha recibido el director barcelonés en forma de premios (entre ellos, el de la Crítica Internacional en Cannes 2003, por la formidable Las horas del día) y el reconocimiento crítico que acumula a sus espaldas (es muy apreciado en dicho festival), gran parte del público (entendámoslo como público mayoritario) rehúye de sus propuestas como almas que lleva el diablo. ¿El motivo? Que Rosales no es un director al uso, sino que su figura se engloba dentro de eso tan controvertido llamado auteur, con un especial interés por el formalismo (o, por lo menos, hasta ahora) y por un lenguaje bastante alejado del convencional. Si a todo esto, le sumamos el hecho de que un par de esos importantes laureles otorgados fueron los Goya a mejor película y mejor director por La soledad allá por 2007, la cosa se complica todavía más, ya que este premio lo colocó en primera línea del panorama cinematográfico patrio, con todo lo peligroso que ello conlleva: exponer una obra minoritaria (y con recursos cercanos al experimentalismo) ante los ojos de un público mayoritario, y esto, mayormente, lleva a una lectura errónea de sus films y a una incomprensión generalizada (actualmente, Carlos Vermut, sería la excepción que confirma la regla), farcida de insultos sin demasiado fundamento y con críticas que incluirán los adjetivos aburrida u onanista en la mayoría de casos, acompañados por primarias y absurdas peroratas sobre lo que debe de ser el cine (y lo malo que es el nuestro). Además, la cosa no mejora si estos postulados van radicalizándose en posteriores obras (su siguiente film después de ganar el Goya fue, cuando todos los focos le alumbraban, el tremendamente valiente (e irregular), tanto en forma como en fondo: Tiro en la cabeza, rodada con teleobjetivos, sin diálogos y retratándonos el día a día de un etarra), el resultado sólo puede ser uno, que el cine de Rosales haya sido relegado (injustamente) al ostracismo popular, cuando, todo hay que decirlo, nunca aspiró a ser masivo (cosa que sus críticos, jamás tienen en cuenta).
Pero he aquí que, en declaraciones del propio director, quería cambiar esa deriva que estaba tomando su carrera y no quedar como otro director de cine para museos (personalmente, no le veo nada de peyorativo a dicho término), por la cual cosa, Rosales rueda Hermosa juventud (título irónico como pocos), una película que, pese a seguir tratando una temática puramente social/dramática dentro de una cotidianidad habitual en su obra, se aleja bastante de las formas utilizadas en su filmografía hasta el momento, aunque mantenga o modifique otras (sigue rodando desde fuera de los espacios para mantener cierta distancia con lo mostrado y que el espectador pueda analizar la relación con el encuadre (aunque el primer plano gane mucha relevancia), la suspensión del plano y del tiempo no es tan alargada como en anteriores ocasiones (la cámara no siempre fija un espacio por el cual se mueven los protagonistas, sino que los sigue en muchas de sus acciones), abandona el uso del silencio como principal elemento expresivo/narrativo (especialmente marcado en su anterior y notable Sueño y silencio), y no utiliza las elipsis tan salvajes y marcadas a las que nos tenía acostumbrados). Vamos, en definitiva, todo y que su estilo es reconocible, Rosales ha decidido hacerlo más accesible (si es que esta expresión tiene algún tipo de sentido actualmente) y, valga reconocerlo, con resultados muy satisfactorios, tanto a un nivel puramente cinematográfico, como a un nivel de recepción (la acogida general del público, incluso entre sus detractores, ha sido mayormente buena).
Ambientada en la actual crisis económica que azota el país, Hermosa juventud nos hace partícipes de las vidas de Natalia y Carlos, dos jóvenes enamorados, pero con una situación laboral, familiar y económica, tremendamente precarias, y sin un futuro demasiado esperanzador delante de ellos. Son jóvenes de extrarradio, sin apenas estudios, sin apenas oportunidades, con aspiraciones modestas y problemas muy humildes (la inseguridad ante la paternidad, la toma de decisiones que conlleva el paso hacia la madurez, las relaciones con sus disfuncionales padres, etc), y que, en definitiva, la vida parece empeñada en hacerles la zancadilla continuamente. Pero si la sinopsis suena ha visto mil veces anteriormente, el principal mérito que desprende el filme es la franqueza con la que expone sus situaciones, cubriéndolas de un halo de desesperanza (nada forzado ni impostado) que servidor no ha logrado apreciar en ninguna de las películas de temática juvenil de los últimos años. Aunque no siempre las actitudes de sus protagonistas sean las adecuadas (fruto, muchas de ellas, de la edad), la sensación que desprende el filme es la de que no hay salida, que por mucho que hicieran las cosas bien, ninguno de los protagonistas tendrían una oportunidad mejor, como si su triste destino los marcará de por vida como a unas vulgares reses. A todo ello contribuye todo el elenco de actores, especialmente su joven pareja protagonista, Carlos Rodríguez y Ingrid García Jonsson, que interpretan con veracidad unos personajes, que en otras manos, podía haber rozado el histrionismo o la mera caricatura (en esto, también, los diálogos del propio Rosales, ayudan enormemente, ya que son especialmente cercanos (curioso para alguien al que se le ha tildado siempre de pedante)).
Rosales en esta ocasión, parece interesado en exponer las situaciones de manera más cercana, evitando el formalismo recargado que nutría sus anteriores propuestas, y que podía llegar a alejar a cierto público de lo narrado, pero todo y eso, el director no evita que el lenguaje cinematográfico tenga un peso capital en la construcción de su nuevo film (para muestra un botón: la primera panorámica que une a los dos protagonistas alejados por el espacio físico del parque (y el montaje con el primer plano posterior de ambos besándose), la que previamente une en el autobús a los contendientes de la pelea en la estación, o el plano y panorámica invertida de la misma). Cabe destacar que si existe un elemento curioso en la narración de la película, es el funcional uso de las nuevas tecnologías que se exhibe en dos escenas (mostradas mediante pantallas de WhatsApp, que a través las conversaciones de sus interlocutores y las fotos mostradas, marcan las elipsis temporales que se producen (incluso la velocidad de las mismas)), que si en la mayoría de propuestas actuales, chirría enormemente (recuerdo a bote pronto, el horrible uso de los chats en la horrible Blog, de Elena Trapé), aquí, encajan adecuadamente y tienen una función concreta asignada, que consiguen desarrollar, sino brillantemente, por lo menos, de forma correcta y original, sin desentonar con el tono general del largometraje.
Pese a ello, no todo es perfecto y digno de alabanzas en Hermosa juventud, en ciertos momentos a Rosales se le nota algo alejado y dubitativo en el uso de este nuevo lenguaje para él y tira de tópicos visuales bastante evidentes (la fiesta en el polígono), decisiones controvertidas (la aparición de la violencia en escena) y otras, no precisamente acertadas dentro de la sinergia de la película (el uso de las nuevas tecnologías, comentado antes, es continuo, pero resulta algo contradictorio que sigan sin visitar InfoJobs y usando la obsoleta expresión ir a echar Currículums) o algunos secundarios bastante estereotipados y poco desarrollados, empañan un tanto el resultado final, pero no consiguen restarle méritos a todo lo anteriormente analizado. Sobre todo, porque el alto valor del film, se completa en su escena final, y es que el sr. Rosales se guarda un enorme as en su manga, que lanza en los últimos minutos de metraje. Uno de los más dolorosos puñetazos en el estómago que el espectador comprometido con los personajes (y resulta inevitable estarlo) puede recibir a esas alturas de la historia (y conste que no es nada tramposo o moralista), con uno de los cierres más duros, impactantes y desesperanzadores que servidor ha visto últimamente en cualquier película (española o foránea), y que deja en el espectador una sensación de indefensión hacia el incierto porvenir que tiene este país y su población, que realmente, hiela la sangre. Un broche perfecto, para una película que, sin ser perfecta ni llegar a la altura de anteriores obras del cineasta, nos hace intuir otros caminos expresivos para las próximas películas de Jaime Rosales (y que no hace más que ampliar los horizontes lingüísticos en su carrera), pero también nos confirma que el enorme talento que el catalán ya había demostrado, podrá seguir siendo disfrutado, aunque todo sea más convencional (y véanse comillas) que hasta el momento.
Muy recomendable.
7/10