Crítica de La hija de mi mejor amigo (The Oranges)
Aunque la sutileza no parece ser su fuerte, plantea La hija de mi mejor amigo una cuestión, no por obvia, menos llena de posibilidades: ¿estarías dispuesto a sacrificar tu vida diaria por conseguir la felicidad? Base y punto de partida implícito para la gran parte de comedias cinematográficas, aquí el director Julian Farino, en su debut para la gran pantalla, tiene la audacia de plantearlo abiertamente y sin interferencias. Formulando una pregunta clara y directa en el desarrollo de un contexto concreto: el de la América suburbial de clase media, habitada por mujeres desesperadas y maridos desencantados. De este modo lo suyo tiene mucho de puesta en crisis de unos valores de estabilidad basados no tanto en la lógica del éxito/fracaso personal como en la de la convención social: los de un padre de familia que va a iniciar un romance con, eso, la hija de su mejor amigo. El american way of life vuelve a desmoronarse -o por lo menos a mutar- como ya lo hiciera en uno de los más ilustres ejemplos recientes: por gimmick argumental, La hija de mi mejor amigo podría presentarse como una suerte de versión light de American Beauty en la que se potencia el conflicto romántico y se obvia el factor crisis de la edad madura. En la que se aboga por la desestabilización a partir del nacimiento de una pareja bizarra, un hombre maduro y una postadolescente, un poco à la Woody Allen.
Quizá ahí reside el mayor error de la película, el considerar que el colapso de las expectativas y sueños que se produce cuando el hombre alcanza la mediana edad no tiene por qué ser un factor determinante de la historia. Que quizá puede evitarse la carga existencial de los cuarenta para centrarse únicamente en los códigos de la comedia romántica, a pesar de que esta se traiga consigo una cierta cantidad de ácido sulfúrico. De ese modo, las bien intencionadas cargas críticas pierden base, caen en saco roto a pesar de estar jugadas de manera inteligente y estar puestas al servicio de una buena causa: el desmorone de esa clase media (el fin de los valores tradicionales) no tiene por qué significar una crisis de la sociedad. Ni un derrumbamiento de las relaciones. Es más, molesta el revoloteo de un cierto sentimiento de feel good movie a lo largo de algunos momentos claves en el relato.
No obstante, y aunque muchos gags aparecen desaprovechados (ese repartazo, por Dios) o incluso algo forzados, el tono que persiste en La hija de mi mejor amigo es el de la comedia en su forma más quintaesencial. En la que entendían -y salvando todas las kilométricas distancias que hagan falta, claro- el Howard Hawks tardío y, especialmente, Billy Wilder. A pesar de sus inconfundibles hechuras indie y de su aroma a producto Sundance, hay en la película un cierto sentimiento de comedia clásica mucho más que de comedia romántica de Nora Ephron. Hay, para entendernos, más screwball que Pretty Woman. Pero, en fin, también más Dulce hogar… a veces y La guerra de los Rose que Juno.
En esa dosificada mezcla de tonos y texturas tragicómicas es donde uno puede sentirse a gusto con una película tan lejana a las posibles expectativas como ocasionalmente sincera. Y tan distraída a ratos como en el fondo inofensiva. Pero que es consecuente con su mensaje e idea de partida y finalmente nos recuerda de nuevo la pregunta sobre la que orbitaba: ¿qué es capaz alguien de sacrificar por lograr su felicidad?
¿Qué sacrificaríais vosotros?
6/10