Crítica de El hombre de las figuras de cera (Das Wachsfigurenkabinett)

El hombre de las figuras de cera

Siempre resulta agradable poder recuperar en casa obras de alto calibre fílmico, piezas clave del desarrollo artístico y formal del cine, máxime si no son venidas de Hollywood, siempre mucho más presente en el mercado del DVD y BluRay. Especialmente, entrando ya en el caso que nos ocupa, si uno gusta de disfrutar del expresionismo alemán, aún hoy acotado en formato doméstico a cuatro películas capitales, marginadas al olvido todo el resto. Una de estas leyendas semiineditas podría ser El hombre de las figuras de cera, con la que Paul Leni, hasta aquel momento responsable de Rosas y espinas o Escalera de servicio retomaba en 1924 la metodología del Lang en Las tres luces para contarnos una historia en tres movimientos. O mejor, para articular un trío de cuentos de corte fantástico que le permitían jugar con la puesta en escena y los límites de la representación visual del texto. Y es que aquí, un poeta, interpretado por Wilhelm Dieterle (el mismo Dieterle, William, que posteriormente se convertiría en uno de los más importantes directores olvidados de Hollywood), va a recaer a un museo de cera en el que se demandan los servicios de un escritor que ilustre las aventuras de tres de los mayores malvados de la historia del cine, expuestos sus respectivos sosias de cera.

Y en esencia esto es lo que es la película, un catálogo de las teorías escénicas y modismos propios del expresionismo, una suerte de estudio de la puesta en imágenes de los postulados artísticos de lo que posteriormente se conocería -pregunten a Kracauer- como la corriente que anticiparía el nazismo. Y no es este el lugar ni el momento para desglosar las constantes expresionistas, pero baste decir que Leni despliega todo su talento para desarrollar esos tres decorados, separados por el espacio y el tiempo (la India evocadora de Las mil y una noches, la Rusia del siglo XVI y el Londres de finales del XIX) y violentar su puesta en escena con los clásicos planos aberrantes. Con las luces y las sombras hiperexpresivas. Con la puesta en crisis de las perspectivas, las proporciones y los puntos de fuga. Con el uso de iconografía y motivos temáticos típicos del momento, caso de la aparición tangencial del doppelgänger en dos de los tres segmentos. Y con, en general, un tono y atmósfera hipnagógicos para unas historias con fuerte componente onírico, casi pesadillesco, que colocan la película en un punto entre el drama, la fantasía, el terror y el romanticismo fantasmagórico. Y que marcan un temprano hito en aquello que podríamos llamar, más que cine fantástico, cine fabulador.

El hombre de las figuras de cera

Más allá de eso encontramos tres historias de irregular narrativa -el guión lo firma otro grande, Henrik Galeen, responsable de los libretos de El Golem, Nosferatu o la muy reivindicable Mandrágora, que también dirigía-; tres segmentos más o menos adscritos a lo conocido o aquello por conocer en breve: las visiones germánicas de Oriente Medio (también presentes en algunos relatos de Lang) o la representación de la Rusia zarista (cuyo personaje central revisitaría, años después, el mismísimo Tarkovsky). Ninguna de las historias ofrece grandes descubrimientos narratológicos salvo, quizá, y paradójicamente, la más antinarrativa de las tres: ese segmento final a medio camino entre la ensoñación pesadillesca y la pieza experimental, casi un pequeño corto en si mismo que funciona de manera mucho más sensorial que lógica y que se construye visualmente a base de superposiciones y trucajes.

Ello hicieron de El hombre de las figuras de cera todo un éxito de la época para una Neptune que ponía toda la carne en el asador y ofrecía la posibilidad de gozar de tres de los más importantes actores alemanes de la época. Un Conrad Veidt (hasta el momento visto en El gabinete del doctor Caligari, La tumba india o Las manos de Orlac) que encarnaba con enigmático porte siniestro a Iván el Terrible; Werner Krauss (El gabinete del doctor Caligari, La tierra en llamas) como Jack el destripador; y muy especialmente el monstruo Emil Jannings (hasta el momento fetiche de Lubitsch y a partir de entonces uno de los más importantes actores germánicos de la historia, gracias a El último, Variété, Tartufo, Fausto o la crepuscular La última orden) como el visir Harun Al Raschid. Tres nombres más que solventes que, junto a un Dieterle que acometía distintos roles análogos, conformaban una plana interpretativa de fuerza casi inédita hasta ese entonces.

El hombre de las figuras de cera

Con todo, El hombre de las figuras de cera se convierte gracias a su asombrosa capacidad de atracción visual y a su considerable fuerza escénica en una de las más importantes películas del expresionismo alemán. Pero especialmente en un preámbulo afortunado de lo que vendría después, aún mayor y más poderoso: el dúo de obras maestras que, salvando la curiosa y póstuma El teatro siniestro, finiquitarían la carrera, ya en Estados Unidos, de un Paul Leni fallecido a temprana edad: la muy elegante El legado tenebroso y la inmensa, esencial El hombre que ríe, probablemente una de las películas mudas más importantes de la historia del fantástico norteamericano. No conviene perderse sus pasos previos. Y Cameo nos brinda ahora la mejor oportunidad, aun habiendo prescindido de cualquier tipo de extra, más allá de las fichas artística y técnica.

Pero es el precio que hay que pagar -y lo hacemos con relativo gusto- para poder disfrutar de semejante clásico expresionista.

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Xavi Roldan empezó la aventura casahorrorífica al poco de que el blog tuviera vida. Su primera crítica fue de una película de Almodóvar. Y de ahí, empezó a generar especiales (Series Geek, Fantaterror español, cine gruesome...), a reseñar películas en profundidad... en definitiva, a darle a La casa el toque de excelencia que un licenciado en materia, con mil y un proyectos profesionales y personales vinculados a la escritura de guiones, puede otorgar. Una película: Cuentos de Tokio Una serie: Seinfeld

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