Crítica de El hombre más enfadado de Brooklyn (The Angriest Man in Brooklyn)
Cuando el pasado 11 de agosto despertábamos con la inesperada noticia de la muerte de Robin Williams (sobre todo por las trágicas circunstancias que la rodearon y que no recordaremos aquí), el cine comercial de los 90 se quedó huérfano de uno de sus mayores y más icónicos representantes. Destacado comediante desde sus inicios, en los cuales participó en varias comedias teatrales y shows de TV (entre ellos, el show de Richard Pryor y posteriormente el célebre Saturday Night Live), no fue hasta que protagonizó la mítica sitcom norteamericana Mork & Mindy (y donde interpretaba a un extraterrestre que aterriza en Colorado) que su rostro ganó en popularidad y gracias al cual consiguió su primer papel protagonista en una película, la bizarra Popeye del gran Robert Altman. A partir de aquí, el resto es historia de la cultura popular: más de 85 papeles en su haber, cintas que rompieron taquillas (cierto film de Chris Columbus, y no me refiero a El hombre bicentenario, recaudó más de 400 millones de dólares), cuatro nominaciones al Oscar (alzándose en el 97 con el de mejor actor secundario por El indomable Will Hunting), convirtiéndose en uno de los actores más queridos de la industria Hollywoodiense. Pero como el cine tantas veces ha demostrado, puede ser un medio terriblemente cruel, y el final de la carrera de Williams da, todavía, buena prueba de ello, ya que poco (o prácticamente nada) positivo pudo aportar, ni a nivel cinematográfico ni mucho menos a nivel actoral, y ésta El hombre más enfadado de Brooklyn tampoco logra escapar de esa mediocridad que fue la tónica generalizada en sus últimos proyectos (imaginaos, pretendía rodar una secuela de La sra. Doubtfire).
Con este desolador panorama llega a nuestras carteleras (bastante tarde por cierto) uno de los últimos fiascos a título póstumo del carismático actor, remake del film franco-israelí Mar Baum (1997), dirigido y protagonizado por Assi Dayan, y el cual no se caracterizaba precisamente por ser una obra de arte, orquestado en su vertiente yanqui por Phil Alden Robinson, (¿recordado? por su intervención en la saga de Jack Ryan con Pánico nuclear, o por la noventera, y medianamente disfrutable, Sneakers) y que sin duda parte de una de las premisas, junto con la situación que desemboca todo el conflicto, más absurdas y forzadas que servidor recuerda en el cine reciente. Henry Altmann es un abogado con una vida bastante infeliz (no desvelaremos aquí los motivos). Después de tener un día horrible, acude a la consulta de su médico para realizarse un chequeo. Allí encuentra a una joven sustituta que lo atenderá y que también está sufriendo un día terrible, y le acaba comunicando por error que le quedan sólo 90 minutos de vida. Henry comienza entonces una carrera por todo Nueva York intentando arreglar los errores cometidos en el pasado (con involuntarias pero morbosas similitudes con la vida real), mientras que la doctora trata de comunicarle por todos los medios que todo ha sido una equivocación. ¿Os parece chirriante? Esperad a saber que Peter Dinklage hace de hermano de Williams.
Tampoco ayuda en absoluto que la película pise todos y cada uno de los tópicos de este tipo de propuestas, no tanto por las acciones (cualquiera en dicha situación, seguramente intentaría hacer cosas similares) sino por como son ofrecidas al espectador, buscando la complicidad de la lágrima fácil mezclada con el sketch cómico, logrando algún que otro momento acertado (la fallida fiesta de examigos) pero rodeados de nefastas escenas (con especial naufragio en una de las, supuestamente, claves, como es el gran re-encuentro). Lo más destacado y divertido seguramente sea la aparición del mítico James Earl Jones, clavando su papel de dependiente tartamudo (y su consiguiente pérdida de tiempo vital para el protagonista), aunque no resulta suficiente para salvar de la quema este trasnochado tour sentimentaloide de redención personal paterno-conyugal-filial, que pese a empeñarse constantemente en hacernos partícipes de lo eminentemente trágico de la situación y de su inevitable desenlace, no consigue más que una enorme indiferencia ante el destino de tan desdichado personaje.
Si sumamos al cargado saco de defectos el hecho de que todo el elenco esté de espanto (especialmente sangrante es lo de Williams, llega a ser irritante hasta la exasperación tanto su personaje como su interpretación, y apenas en la escena de la grabación de vídeo es salvable), que Alden Robinson no parece excesivamente dotado para esto del cine (atención a la insultante escena inicial y su consiguiente elipsis) y que su guión naufraga desde la primera escena (ojo al recital de cosas que nos dicen que odia el personaje de Williams y su lógica en el posterior motivo de dicho estado), sólo podemos rendirnos ante la evidencia de tan triste resultado y despedida. A espera de Absolutely Anything de Terry Jones, último film rodado por el actor y que se supuestamente se estrenará el próximo año, El hombre más enfadado de Brooklyn supone un desastroso testamente cinematográfico para una figura bastante representativa del estrellato de Hollywood, aunque precisamente esta condición sea un reflejo bastante irónico de la peculiar subida a las alturas y su particular descenso a los infiernos que ofrece muchas veces la Meca del Cine a varias de sus grandes figuras (¿recordáis a ese que lleva disfrazado de De Niro 20 años?). Sea como fuera, tremendo despropósito de película no debe hacernos olvidar nunca que el sr. Williams fue quien enseñó a unos jóvenes estudiantes de colegio privado a recitar a Walt Whitman o quien pronunció aquellas tres mágicas palabras que ya quedan para siempre en el imaginario popular: Good Morning Vietnam.
2/10