Crítica de The Imitation Game: Descifrando Enigma

Alan, no llores, no sufras: estoy aquí.
Sigo existiendo en tu creación,
siempre contigo, completamente
Turing.

Hidrogenesse, «Christopher»

Necesaria puesta en contexto: tras décadas de olvido o distorsión del recuerdo, la figura de Alan Turing fue finalmente recuperada y honrada hace unos pocos años. Este matemático inglés, nacido en 1912, criado intelectualmente en Cambridge y Princeton y fichado en su juventud por la inteligencia militar británica en Bletchley tuvo un papel capital en el fin de la Segunda Guerra Mundial, ahorrando miles de muertes y abreviando el conflicto en, se calcula, unos dos años. Su gesta, lograr «quebrar» Enigma, un ingenio nazi procesador de códigos hipotéticamente indescifrables por la que pasaban todas y cada una de las ofensivas armadas de Hitler. Hasta la llegada del genio y su llamada «Máquina de Turing» la decodificación de Enigma se consideraba impracticable. Su legado, establecer las bases de lo que derivaría, con los años, en la primera inteligencia artificial. Su condena, la castración química a raíz de su homosexualidad, que le sumió en un profundo ostracismo y lo llevó al suicidio a una pronta edad en una sociedad aún intolerante e intransigente. No ha sido hasta tiempos recientes que la Reina Isabel II y el Gobierno británico han indultado a Turing y expresado su arrepentimiento por las acciones emprendidas contra él, ahora ya respetada su persona y reconocido su papel esencial. Dicho esto, y sin entrar en frivolidades -la figura de Turing siempre me ha merecido un gran respeto-, hay que decir que era cuestión de tiempo que la industria cinematográfica asumiera para si una vida tan ejemplar y la convirtiera en materia prima para un biopic más o menos convencional.

Esto es The Imitation Game, una de esas historias tan del gusto de Hollywood que pretenden parecer interesantes, didácticas y emotivas sin demasiada intención de despegarse de las líneas maestras marcadas hace tanto tiempo y explotadas por tantos títulos a lo largo de las últimas décadas. Sí, por supuesto, la producción y el cast son británicos y el director -Morten Tyldum, responsable de la estimable Headhunters– es noruego, pero esto asume las formas y los códigos estándar de este tipo de producciones. Para bien y para mal. Y es que hay calidad escénica, hay cuidado por el apartado interpretativo y el diseño de producción -siempre mirando hacia la galería de premios- y un guión trazado con tiralíneas que busca un espectro emotivo medido y eficaz, oscilando según el momento y el género (drama, reconstrucción histórica o thriller) entre la emotividad, la indignación, el suspense o la ternura. Pero claro, también hay clichés, estructuras narrativas repetidas, personajes que se reducen a un arquetipo poco desarrollado o que están pensados para responder a un punto concreto de la trama más que como entidades tridimensionales. Más un racimo de diálogos sobreexplicativos o incluso reiterativos que previenen a una película sobre un matemático loco de ser demasiado hermética para el gran público; y una banda sonora eficiente pero escrita con un cierto automatismo por un Alexandre Desplat que se sabe eficaz y se conforma con ello.

Así pues, partamos de este escenario desfavorecido. De la base de que, sin unas ambiciones más elevadas o con la probable presión que debieron ejercerle unos Weinstein siempre sedientos de reconocimiento académico, Tyldum no va a poder alcanzar la excelencia. Su película, como producto prediseñado, nos genera rechazo de entrada. Pongámonos en esa situación. Bien, pues con esto asumido, The Imitation Game se guarda para sí cosas muy, muy interesantes. Detalles de enfoque y tono, o virtudes formales y artísticas que la elevan un poco por encima de lo mediano. Su mejor baza y la más evidente es, claro, el protagonismo de un Benedict Cumberbatch que hoy por hoy parece capaz de comerse el mundo. Su Turing resulta en una persona frágil, humana, antipática y genial al mismo tiempo y su interpretación termina siendo un one man show de altísimo nivel, quizá emborronado por un final un tanto sobreactuado. Por otro lado, la realización de Tyldum resulta bastante estándar, incluso impersonal, pero también elegante y pertinente, consciente de dónde situar el foco dramático en cada momento y evitando caer en cualquier tipo de exceso o de subrayado.

Pero donde definitivamente acierta la película, donde de verdad se convierte en algo que importa es en sus planteamientos temáticos relacionados con la máquina, el hombre y la puesta en paralelo entre la inteligencia artificial, la humana y la canalización de los sentimientos a través de la máquina. Turing es un hombre aparentemente impedido para las relaciones entre humanos, un ser con absoluta ausencia de empatía e inteligencia emocional para con sus congéneres. Sin embargo gracias a los reiterados flashbacks descubrimos sus motivaciones emocionales, que no vamos a desvelar aquí. Sin embargo sí conviene apuntar que lo que parecía una cosa, fría y cerebral se convierte a medida que se acerca el final en algo muy distinto. Algo a medio camino entre la historia de amor a través del tiempo y una especie de velada película de proto-ciencia-ficción que se centra no sólo aquello que hasta el momento había explorado (la linea entre la incomprensión y la locura, la genialidad y la marginación, el deber y la obsesión) sino, especialmente la relación entre hombre y máquina. Ya no es distancia versus empatía, ahora es humanidad contra artificialidad. Turing queda convertido, en la conclusión de la historia, en una especie de moderno profesor Frankenstein. Mejor aún, en un trasunto de Rotwang, el hombre que capturó la esencia de su esposa muerta en el androide «Maria» de Metrópolis.

De modo que en apariencia y a efectos prácticos The Imitation Game es otro producto de fábrica, un eficiente espectáculo diseñado para llegar al mayor público posible sin romper demasiados platos. Pero si uno está dispuesto a aceptarlo, también es un relato melancólico con algunas sabrosas reflexiones entorno a esa modernidad que, en cierto modo, se inauguraba con Alan Turing a principios de los años 40 del siglo pasado. Una película muchísimo más valiosa por lo que subyace en ella que por lo que se plantea dar explícita y abiertamente.

7/10

Xavi Roldan empezó la aventura casahorrorífica al poco de que el blog tuviera vida. Su primera crítica fue de una película de Almodóvar. Y de ahí, empezó a generar especiales (Series Geek, Fantaterror español, cine gruesome...), a reseñar películas en profundidad... en definitiva, a darle a La casa el toque de excelencia que un licenciado en materia, con mil y un proyectos profesionales y personales vinculados a la escritura de guiones, puede otorgar. Una película: Cuentos de Tokio Una serie: Seinfeld

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