Crítica de Inch’Allah
Inch’Allah parece que lo ha puesto de manifiesto definitivamente entre la opinión cinéfila mundial: la filmografía canadiense está, en cierto modo, empezando a demostrar un considerable interés por las cuestiones relacionadas con los conflictos de Oriente Medio. Ya es notorio, y es evidente, aunque nadie parece haberse cuestionado (no digamos ya haber respondido) por qué. Y yo por mi parte sigo a oscuras, pero no menos que debo darme por enterado respecto a la cuestión. Por lo que sea, la segunda película de Anaïs Barbeau-Lavalette se une a esos Inescapable, Incendies, Profesor Lazhar que han revoloteado entorno al tema intentando arrojar, con mejor o peor fortuna, y con mayor o menor capacidad simbólica, algún tipo de conclusión. En este caso especialmente, porque la acción se traslada y transcurre íntegramente en tierras israelíes y palestinas, siguiendo la peliaguda migración diaria de Chloé, una ginecóloga canadiense residente en Israel que cada día debe cruzar los controles para trabajar en un hospital en Cisjordania.
La realizadora busca un sistema de relaciones entre la protagonista y varios habitantes de ambos bandos (especialmente una embarazada palestina y una soldado israelí) y teje un sensato lienzo de amistades que funciona como inicial catalizador para el mensaje primero de la película: más allá de las fronteras están las personas y por encima de los conflictos está la responsabilidad y la ética: Chloé (interpretada por una meramente correcta Evelyne Brochu) funciona como perfecto elemento externo a medio camino entre la integración y el intervencionismo. Al respecto, la película no se posiciona de uno u otro lado, y recuerda que son las víctimas lo que cuenta, independientemente de su origen; y son ellas las que, al fin y al cabo, capitalizan el peso emotivo de un discurso que busca el temple y el sentido común, tanto en un plano de relato como en un nivel formal.
Sin embargo, y esa es la tesis central de la película, Inch’Allah habla de la imposibilidad por no tomar partido, por no decantarse; de permanecer en una cómoda pero falaz distancia ideológica. De lo fútil que resulta mantenerse en unos terrenos de sentido común basados en el estilo de vida occidental cuando se está en el corazón de un conflicto armado que lleva tantos años arrastrándose. Por ello, ante la delicadeza tanto moral como dramática de lo narrado, se agradece el intento por profundizar en la psique, en las convicciones, en los sentimientos de responsabilidad y en el remordimiento de su protagonista. La película no cede ante la tentación espectacularizante y la peligrosidad de caer en el melodrama simplista, sino que prefiere mantenerse en una posición de frialdad expositiva que le permite, ahí sí, hablar de la terrible situación que viven día a día personas inocentes.
O eso intenta. Al fin y al cabo, la visión de Barbeau-Lavalette no deja de estar impregnada de una cierta comodidad ideológica, algo inevitable tratándose de una directora canadiense y justificable en virtud de la libertad autoral. Pero su estilo áspero y austero, sin florituras y sin artificios formales que pudieran mermar el impacto del material narrado quizá se presenta un tanto calculado. Casi frígido en la distancia que involuntariamente pone entre el conflicto real y lo filmado. Si bien su factura visual se sitúa entre el hiperrealismo y un cierto esteticismo, sus logros se intuyen un tanto alejados de sus buenas intenciones. En otras palabras, siempre podrá extraerse más emotividad y más veracidad (no imprescindible en cualquier relato, pero sí en este) de experimentos kamikaze autóctonos como Cinco cámaras rotas o incluso de crónicas desde el subsuelo palestino como las de Joe Sacco, tan fundamentadas en la pura mímesis del reportero con el entorno.
6’5/10