Crítica de Jersey Boys
Asumida una cierta sensación de desconcierto, la que nos ha provocado la reciente deriva de la carrera de Clint Eastwood cada vez más lejos de aquella inquebrantable sobriedad y más cercana al espectáculo para todos los públicos, podría decirse que Jersey Boys parecía un proyecto hecho a su medida. Cada día parece más improbable un resurgir del espíritu de Sin Perdón y más palpable un gusto por la representación de los grandes iconos americanos desde una perspectiva con más tendencia hacia lo complaciente que hacia el análisis crítico. Por eso, y teniendo en cuenta que durante una época tuvo en cartera un nuevo remake de Ha nacido una estrella que habría protagonizado Beyoncé, no extraña demasiado que el director se haya sentido atraído por la traslación a la gran pantalla del musical que bajo ese mismo título lleva diez años asentado con éxito en Broadway. Porque es material que puede revestirse de ese clasicismo que tanto parece gustarle, porque trata de un periodo de la historia de su país, esa que lleva tantos años mapeando (desde el salvaje Oeste hasta el imperio de J. Edgar Hoover, pasando por la segunda Guerra Mundial), porque versa sobre un icono popular y porque puede dar cobijo a una melancolía, agria o no, que siempre ha caracterizado la obra del realizador y a una melomanía que le hemos detectado alguna que otra vez, caso de Bird o el fabuloso documental Piano Blues.
Jersey Boys narra en clave de biopic una historia de ascenso y caída. La de los Four Seasons de Frankie Valli, cuarteto seminal que a medio camino del swing y el pop pre-beatle facturaron a partir de los 60 éxitos planetarios del calibre de Sherry, Big Girls Don’t Cry o Walk Like a Man. Una panda jóvenes italoamericanos que empezaron su carrera a caballo de la ilegalidad, subsistiendo del trapicheo en los barrios bajos de Nueva Jersey y que, nos cuenta Eastwood en un abierto rechazo por la pura hagiografía, nunca más se libraron del todo de sus escarceos con la ley y los desencuentros con la mafia. Como una suerte de precursores del «Rat Pack». La narración de la película da comienzo en 1951, momento en que Tommy DeVito, guitarrista, ofrece a su amigo Frankie un puesto como vocalista en su banda. A partir de ahí, el director documenta el fulgurante ascenso de un trío que pronto se convertiría en cuarteto con el definitivo fichaje de Bob Gaudio, desde aquel momento letrista y auténtico foco de talento del combo. La invención del nombre de la banda, el fichaje con la discográfica (con el productor Bob Crewe como nombre esencial), el éxito masivo, la aparición en programas televisivos -el paso por el show de Ed Sullivan-, los avatares familiares de Valli (casado, con hijas) o las deudas estratosféricas con jefes del crimen organizado se van sucediendo en una narración dilatada en el tiempo, marcada por enormes elipsis que van fluyendo con una comodidad y claridad notables. Una fluidez que impregna toda la película, que aunque puede ser un tanto reiterativa nunca encuentra grandes baches.
Por lo menos narrativos. Sin embargo, casi ninguna otra faceta termina de ser totalmente satisfactoria en Jersey Boys, que finalmente arroja un balance global desgraciadamente bastante alejado de lo que podríamos considerar positivo. La película no empieza nada mal. La visión de Eastwood de los años cincuenta tiende a lo ideal, pero está tintada de una cierta sequedad que la aleja de la parodia. Su planificación y composiciones clásicas están bañadas de una nostalgia con la que Scorsese no se sentiría incómodo, sólo que donde con este hay urgencia y garra, con Eastwood hay una suerte de comedia amable, tocada por el musical de los cincuenta y que además visita algunos tópicos de otros géneros, caso del drama o los gángsters. Sus algo cuestionables rupturas del cuarto muro (los cuatro componentes del grupo van contando a cámara sus impresiones) sólo pueden explicarse desde ese prisma, más que desde un punto de vista de transgresión de los códigos, no digamos ya desde lo postmoderno, y su ambientación remite tanto a una reconstrucción detallada como a justo lo contrario, una especie de sublimación del ideario colectivo respecto a los años 50.
El problema aparece cuando, a mitad de película, el realizador abandona su punto de vista personal y empieza, no se sabe muy bien por qué, a plegarse a las normas del biopic más convencional. Jersey Boys se convierte a marchas forzadas en un melodrama vulgar y apagado, peligrosamente cercano a las convenciones televisivas. Recorremos unos años 60 y 70 anodinos (me remito de nuevo a Scorsese y sus eléctricas recreaciones de esa época), reiterativos y vulgares. La opción formal del director queda reenfocada: si hasta el momento parecía trabajar desde una asepsia dominada por una paleta de colores amortiguados y luces duras, de repente todo parece mortecino y desprovisto de emociones. Todo pierde fuelle y los actores empiezan a revelar sus carencias: Vincent Piazza, que encarna a Tommy DeVito, no es más que un testigo de la (eso sí, alucinante) conexión con Joe Pesci: en la vida real DeVito fue amigo de Pesci, que aparece encarnado por otro intérprete en la película, y al mismo tiempo «Tommy DeVito» fue el nombre que recibió el actor en Uno de los nuestros. Por su parte, John Lloyd Young -por cierto, el primero que interpretó a Valli en Broadway- solventa la papeleta del parecido (físico y vocal) con el cantante, pero en las distancias cortas no es capaz de soportar el peso de las cargas dramáticas del personaje. Mientras que Erich Bregen y Michael Lomenda (Gaudio y el batería Nick Massi respectivamente) ofrecen interpretaciones cuanto menos poco memorables. Terrible fallo de casting de un Eastwood que ha tenido la valentía de reunir a desconocidos -la de Christopher Walken es la única cara reconocible- pero no la visión para hacerlo bien.
Todo, en fin, va sucediéndose con la habitual profesionalidad, pero esta vez también con morosidad desapasionada, hasta un final que pretende enmendar algunos de los errores mediante un clímax algo forzado y un tanto desconcertante: la génesis del celebérrimo Can’t Take My Eyes Off You, surgido del dolor y la pérdida, al que sigue una reunión del grupo, la de 1990, y un epílogo que, por primera vez, introduce de pleno la historia en el terreno del musical más teatralizado y festivo. Pero que no hace sino recordarnos lo que pudo haber sido esta película mitad potable, mitad desangelada, que podría haberse convertido en un soplo de distinguida originalidad en la carrera de Clint Eastwood pero que en cambio ha preferido quedarse en un aburrido mecanicismo confundido por sobriedad.
5/10