Crítica de John Dies at the End
Pues da un poco igual si John muere al final o no. Quien haya seguido más o menos -mejor menos- de cerca la carrera de Don Coscarelli sabrá que lo importante a veces no es el qué, sino el cómo. El qué puede ser un señor alto con una malrrollista esfera metálica, un hombre que se comunica con los animales o Elvis enfrentándose a un espíritu egipcio. El cómo, en cualquiera de los casos, es de la manera más artesanal, popera, irresponsable y apatillada que sea posible. Y, rizando el rizo, del modo más autoconsciente que se pueda: las últimas producciones de Coscarelli, Bubba Ho-Tep y especialmente esta John Dies at the End, parecen directamente juguetes al servicio de su propia broma. Vías de expresión un tanto punkis, otro tanto autoaprovechadas, que buscan la cita a uno mismo. Es decir, que si en pleno 2012 un señor director de raíces italoamericanas vuelve a tirar de sangre de pega, casquería como la de antes y efectos especiales de saldo es porque quiere dejar claro que a él lo van a enterrar con el mismo traje que ha vivido siempre.
Y a partir de ahí, que cada uno haga lo que le dé la gana con la película, aunque estará francamente feo entrar a valorarla desde un criterio más o menos sensato. Nada, esto es un divertimento postmoderno basado en una novela de la misma cuerda (escrita por David Wong) cuya única intención es descojonar al respetable a base de ramalazos de comedia gore con un aire surrealista y una plasticidad muy cartoon. Un auténtico absurdorium de cuatro plantas construido con el modo todo vale puesto que se termina erigiendo como un gigantesco puzzle en el que casi ninguna pieza encaja.
Así, John Dies at the End funciona cuando cumple dos propósitos: desmelenarse (que es todo el rato) y pisar el acelerador de la animalada (que no ocurre siempre); y especialmente cuando salta con facilidad de la bizarrada con el referente en David Lynch al horror de feria y escopetilla de Terroríficamente muertos, aún hoy la mejor comedia de higadillos del cine moderno. O cuando logra evitar la pijoaventura esotérica de extraña tendencia comercial y evoca la aventura de miedo ochentera con camaradería masculina. O sea, cuando apunta al terreno emotivo del aficionado.
El problema es que a menudo la cosa se queda a medias. Cuando tras una descacharrante primera media hora que hace esperar lo mejor todo pasa de explosivo cóctel nerd a chorrada con aislados momentos de brillo, la película se va desinflando. El flujo de acontecimientos ilógicos se hace más azaroso y todo empieza a divagar, a perder la gracia y la chispa y a quedarse en una especie de aventurilla abúlica salpimentada, sí, por los chispazos ocurrentes.
Y no niego que sea esta una de las películas más chifladas de la temporada, pero en cuanto a uno le da por pensar qué habría podido llegar a ser, el entusiasmo juvenil grasiento y palomitero que pretende despertar se termina enfriando. Y lo que podía evocar a Bill y Ted o a (no es coña) Este muerto está muy vivo; a Permanezca en sintonía o a Carretera al infierno; a La divertida noche de los muertos vivientes o a Mal gusto, lo que podía haber sido un gloriosa continuación ideológica a la saga Phantasma o a El señor de las bestias queda convertido en una especie de sucedáneo cuasitelevisivo en la línea de un Sobrenatural. En cuyo caso quedaría pendiente, eso sí, de aplicar la variable «tiempo transcurrido» al resultado final.
O sea que toca rebajar expectativas mesiánicas (esto no va a revolucionar al personal como sí lo hizo Sam Raimi en su momento) y dejarse llevar por la chorrada concatenada autcombustible y por el cachondeo sin lógica ni concierto en un ejercicio de narrativa a ratos despendolada, anárquica y disparatada. Embarcarse en esta montaña rusa casposa de continuas subidas y bajadas de intensidad y no buscar demasiado valores cinematográficos puros. Porque a los divertidos hallazgos visuales y las ideas tróspidas les acompaña un buen puñado de minutos demasiado petardos como para poder recibir tratado de cine genuinamente bueno, pero no lo suficientemente grasientos como para pasar a la antología del dislate.
Que cada cual elija o no entrar en el juego John Dies at the End y que cada cual extraiga de ahí sus propias conclusiones, enseñanzas o idolatrías; juzgando su madera de clásico de culto y su capacidad para potenciar la venda de drogas recreativas para su consumo ocasional, en camaradería y delante de un televisor. Pero nadie va a podernos discutir que esto es una bizarrada deslenguada y muy tebeística. Un entretenimiento cafre, seborreico e indiscutiblemente gilipollas más allá de lo cinematográficamente sensato.
Suma parida.
6’5/10