Crítica de Katmandú, un espejo en el cielo
Finalmente, no satisfecha con dar fe de las injusticias y desequilibrios más sangrantes de nuestra propia realidad inmediata, la directora Icíar Bollaín ha logrado convertirse en toda una Cineasta del Mundo, en una voz autoerigida de algunos desfavorecidos del planeta víctimas bien de las políticas occidentales, bien de sus propios regimenes podridos. Una directora con objetivos globales. Y que, aviso, debería reprimir nuestra tentación de catalogarla como cineasta turista, practicante con cámara del picoteo transnacional; especialmente en virtud de su propia libertad de discurso (ella, cualquiera puede irse a rodar a donde le dé la real gana) y su fidelidad a unos ideales de autoría relacionados con la responsabilidad humana.
Partiendo de las experiencias de «Vicky Sherpa», la cooperante catalana que abrió una escuela en Katmandú, y a partir de las vivencias plasmadas en su propio libro, Bollaín despliega una historia de vocación humanista y enfoque crítico con unas miras, ya digo, algo más maximalistas.
Pero cuidado: ¿cualquiera que sea capaz de coger una cámara está capacitado para articular discursos morales de carácter amplio? Bueno, sea cual sea la respuesta, lo cierto es que la lectura crítica de una sociedad ajena debe venir precedida de una operación de sinceridad, de desnudo integral y despoje de preconcepciones intelectuales radical. De no ser así, el ejercicio crítico corre el peligro de salir contaminado de fábrica, sesgado.
Y mucho me temo que en todo esto hay poco de ejercicio de sinceridad. Que más bien lo que la directora articula aquí es una de las ya habituales operaciones de catarsis de limpiado moral colectivo, de nuevo partiendo de tácticas de acusación casi ofensivas por la obviedad de su planteamiento y mensaje final (el simplista «si en tu país no lo haces de ese modo, ¿por qué aquí sí?»). Intenciones buenistas donde, sin embargo, un didactismo propiciado por el remordimiento burgués aplasta cualquier posibilidad abierta a lo relativo. De modo que, llevando el conjunto un paso más allá del simple drama romántico de aventuras exóticas (podría funcionar así, pero no es su intención), Katmandú, un espejo en el cielo se presenta en todo momento aleccionadora y condescendiente, ajena a la sutileza y violentada por la posibilidad de discursos mínimamente transgresores.
El problema ético se presenta -porque hay un problema ético, esto no se limita a ser una película mejor o peor- en el momento en que Bollaín termina convirtiendo involuntariamente tristes realidades en meros escapes lacrimógenos, en tópicos cinematográficos o, peor, en el vehículo para una mirada (la suya) que se intuye victimizadora. A resultas de eso, los personajes circundantes a la protagonista pierden paulatinamente su humanidad para ir dejando la puerta abierta a concesiones melodramáticas y terminan convertidas en simples catalizadores para una colección de denuncias sociales.
Que son muchas. Y que dificultan, por simple cantidad, la hondura analítica, la radiografía más profunda de modo que, sí, se habla de la corrupción de los altos estamentos, del papel de la mujer, de la explotación infantil, de la importancia de la escolarización, incluso de las educaciones religiosas represivas. Pero nada de ello recibe el mimo necesario, esa parada de las máquinas para tener tiempo de dar un paso atrás y observar la fotografía completa con sus claros y sus oscuros, sus bondades y sus maldades. Porque esta concepción del drama social (esto tiene más de drama social que de otra cosa; no es casualidad que Bollaín vuelva a colaborar con Paul Laverty, guionista habitual de Ken Loach) termina convertida en indiscutible ejemplo de ese cine de la incontinencia verbal y la crítica a vuelapluma en el que tan cómodo parece sentirse, por ejemplo, Fernando León de Aranoa. Y queda mucho más lejos, en cambio, de una concepción del cine como testigo del proceso educativo, como catalizador de las sinergias entre profesores y alumnos o como simple herramienta para la formación escolar. Katmandú, un espejo en el cielo podría querer jugar, aunque le falta rigor y puntería, en la misma liga que Ser y tener, Hoy empieza todo, A las cinco de la tarde, La pizarra, ¿Dónde está la casa de mi amigo? o incluso La clase, todos ellos ilustres ejemplos de lo que el cine puede hacer por la educación y viceversa.
Pero no deja de ser cierto que esa pátina social que usa Bollaín como barniz es la que contiene las mayores virtudes de la película. Como sea, a la Bollaín realizadora (no a la socióloga) se le intuye una transparencia en la mirada, una suerte de humildad y honestidad que le permiten articular un discurso formal no sólo coherente, sino incluso acertado. No debería extrañarnos, la realizadora madrileña se ha ido convirtiendo a lo largo de su carrera en una notable artesana y en una más que solvente profesional con momentos de sabiduría escénica o, por lo menos, franca chispa (alguno hay en Katmandú). Y lo cierto es que su enfoque con tendencia a la estética de documental y su fotografía naturalista le sientan bien a la película y aproxima la visión de conjunto de su apartado formal más a ese drama humano que a la pura evocación de postal nepalí.
Lo justo para convertir un visionado analítico en una experiencia cinematográficamente correcta. Y un visionado casual en una experiencia éticamente tranquilizadora con forma de entretenimiento comprometido. Muy Cine Español, sí. Muy poquita cosa, también.
5/10
La trama parece interesante, sera de verla para emitir un criterio
No se si llegaré a verla, la penúltima de Icíar Bollain me pareció un rollo supremo y no se por qué me da que esta va en la misma onda… ;) saludos!
Pues sí, chica, esta está en la línea. Y oye, que al fin y al cabo si mi crítica pudiera resumirse en un par de palabras, esas dos podrían ser perfectamente "rollo supremo", jejeje…