Crítica de La ballena
De manera recurrente, el guion de la última película de Darren Aronofsky, adaptación de la obra de teatro homónima de Samuel D. Hunter, hace hincapié en el carácter puramente casual de la figura de la ballena en Moby Dick. La (no muy rompedora que digamos) tesis defiende que la ballena sólo tiene la mala suerte de pasar por ahí, y son los personajes que la rodean quienes tienen que afrontar sus propios demonios y fantasmas, siendo el animal una mera excusa. De hecho, afirma la película, los pasajes destinados exclusivamente a la descripción de los animales, aburridos e intrascendentes se diría, le sirven a Herman Melville de paréntesis, para aliviar al lector de la tristeza general de su obra. Seguramente sea pues de manera consciente que La ballena se contagie de todo ello. Charlie (Brendan Fraser) es un personaje que está por ahí, varado (si se me permite la expresión) mientras quienes lo rodean tienen sus propias movidas. Charlie ya se ha enfrentado a las suyas en el pasado y ha tomado la decisión de dejarse llevar, de abandonar la batalla frente a la soledad, la tristeza, el sobrepeso. Así de cristalino es su planteamiento, e inamovible se muestra ante la posibilidad de dar un cambio: no quiere ir al hospital cuando sus órganos internos están fallando sistemáticamente; no quiere dejar de zamparse sus dos o tres pizzas diarias; no quiere hacer nada más que esperar, sentado, a que llegue el fin. Es la ballena de Melville, en definitiva; con una excepción (que, digámoslo ya, condena irremediablemente a la película): sobre Charlie sí recae todo el protagonismo de la función, él es quien acapara las miradas no sólo del resto de personajes, sino de los espectadores. A ello nos fuerza la cámara de Aronofsky, obsesionada con no despegarse de él ni un instante. Es más: la decisión del de Réquiem por un sueño por los 4:3 hace que pocas veces haya nada más que ver en pantalla, que el semblante y las formas de Fraser. De manera que es a esta boya, que debería ser meramente referencial para que el resto de los personajes navegaran, a la que se destinan todos los focos. A un ente estático y sin apenas objetivos, sin arco de personaje ni evolución dramática. Un secundario olvidable e intrascendente, en definitiva, o si acaso, válido únicamente para generar los chispazos que el resto de protagonistas fuera necesitando para sus respectivos desarrollos. A saber: la hija desnortada que carece de familia funcional, la amiga enfermera que le ayuda contra viento y marea, o incluso el testigo de Jehová (o lo que sea) que claramente navega en aguas turbulentas. Todos ellos, de recorrido exponencialmente mayor pero, claro, sin la peculiaridad física que describe a Charlie. Y que es lo único que le interesa a Aronofsky.
De manera que, obviando argumentos, dramas o incluso mensajes, La ballena se centra exclusivamente en el miserabilismo de la comparsa. Convierte a la boya en su saco de punch y se dedica a golpearla como hiciera en su día Lee Daniels con su Precious. A Aronofsky lo que le interesa es que se nos cierre el estómago viéndole la barriga por debajo de la camiseta de Charlie, su incipiente calva sudada o los cachitos de vómito sobre su camiseta extra grande; que hagamos oídos sordos a los diálogos, en pos de sus dificultades para respirar; que lo pasemos peor viendo cómo la ballena se levanta del sofá para ir a mear, que atendiendo a una adolescente dando y recibiendo bullying y mostrando tendencias casi suicidas. Es la ballena que no hace nada pero que centra las miradas porque es grande y, por tanto, es la excusa fácil sobre la que echar mierda. De boya pasa a saco de boxeo personal del director, decía, (quien se regodea mostrando hasta límites granguiñolescos los detalles más desagradables), pero por tanto también del espectador, por mucho que no queramos. El de Cisne negro nos fuerza a ello. Es casi como ver esas noticias sobre caza ilegal de ballenas, en que asistimos a esos vídeos terribles en que los animales son perseguidos y maltratados salvajemente sin que entiendan nada de lo que ocurre ni hagan nada por impedirlo. Y es que, recordemos, el personaje de Brendan Fraser no tiene nada que hacer más que flotar por los últimos días de su vida. Ya ha tomado todas las decisiones que debía tomar, ya ha hecho las paces consigo mismo, y ya no tiene tiempo de hacer las paces con quien pudiera tener que hacerlas. Nada, sólo quiere retirarse a su cueva a morir. Pero ahí está la cámara de Aronofsky para impedírselo; para darle por saco hasta el último segundo. Mucho peaje para un ser que, como apunta la tesis que decíamos al principio, es un paréntesis para que no veamos la tristeza de las otras historias que lo rodean.
Una cámara que, por cierto, tampoco parece interesada en aportar nada. En una confirmación sin paliativos de las intenciones de La ballena, no se aprecia valor cinematográfico alguno en una película que lo deja todo, absolutamente todo, a la interpretación de Brendan Fraser. Nada hace Aronofsky por enriquecer la adaptación teatral con armas audiovisuales: sus bondades artísticas no pasan de transformar la pantalla en 4:3, y de usar a Fraser como eje sobre el que ir rotando su cámara de manera ocasional. Lejos está de otras adaptaciones del teatro que sí justifican el salto a la pantalla al jugar con espacios, plantear planos inesperados, o pervertir lo estático de su escenario con alguna chaladura. De nuevo, porque no interesa. Porque aquí sólo se viene a ver a un hombre sufrir. Le van a dar por todos lados, gente diversa va a entrar y salir de su casa (en lo que, por cierto, da forma a una estructura desesperantemente repetitiva de la película) para atizarle una y otra y otra más. Y por si no nos quedara claro, ya se encarga la banda sonora de Rob Simonsen de recordarnos el drama que estamos viendo.
Y sí, lo que se viene diciendo es cierto: a todo ello, Brendan Fraser responde con el papel de su carrera y, si no la mejor, una de las mejores interpretaciones del año. Si el único objetivo del público pasa por ver al de La momia en su mejor versión, premio. Quien busque, además, una película digna, ya lo tiene más crudo: La ballena es una película con la mirilla totalmente desviada, que apunta al blanco equivocado y acaba suicidándose con sus vestes de desagradable, gratuito miserability porn. Es una decepción de paupérrimos, o directamente nulos valores cinematográficos. Y que pasa de la irritación a la ira (o a la mofa) cuando su descarada conducción emocional y adoctrinante da paso a una conclusión hortera y de metáfora de garrafón, que hace del final de Mar adentro un dechado en elegancia. Ew.
Trailer de La ballena
La ballena: pornografía emocional barata
Por qué (no) ver La ballena
Darren Aronofsky pretende dar gato por liebre camuflando de película buenista una tortura sin cuartel hacia un pobre hombre que no hace absolutamente nada más que recibir hostias por parte de todo el que se le acerque. Ni desarrollo de personajes, ni arcos dramáticos, ni conflictos… La ballena es la nada más absoluta, como nada es lo que plantea Aronofsky desde su cámara.