Crítica de La mejor oferta (La migliore offerta)
Para bien o para mal, tomen nota los fans, La mejor oferta es una película muy Tornatore. Y así lo es a pesar de escapar notablemente de algunas de sus habituales señas de identidad. No transcurre en Sicilia, como así ocurría con Lo schermo a tre punte, Baaría, Malèna o El hombre de las estrellas, es la primera vez que rueda en inglés con un reparto internacional y, en fin, el resultado dista de sus mayores logros (para quien escribe, El profesor y Una pura formalidad). Pero también es cierto que, siendo una especie de juego muy cargado en su parte lúdica -quizá más de lo que parece a simple vista-, menos engolado en sus ambiciones melodramáticas y maximalistas (la observación histórica de Baaría, por ejemplo, o la melosidad de Cinema Paradiso), reúne algunas de las constantes del director italiano. Entiéndase con ello un interés por el pasado (no sólo en esos relatos historicistas, sino también en los vericuetos personales de la protagonista de La desconocida), un planteamiento de puzzle psicológico o unos principios de realismo tocados por escapes fantásticos.
La mejor oferta es un one man show vampirizado por Geoffrey Rush, superlativo en su encarnación de Virgil Oldman, un propietario de casa de subastas excéntrico, misántropo y obsesivo-compulsivo que, secretamente, colecciona retratos de féminas que almacena cuidadosamente en un santuario personal. Un hombre cuyos modales exquisitos encierran la búsqueda de la perfección más autista en un mundo sin mácula donde no cabe la imprevisibilidad. De ese modo la irrupción del interés amoroso -la carnalidad y el deseo- crea un impacto de consecuencias sísmicas: la aparición de una misteriosa mujer que esquiva el contacto visual -presunta agorafóbica- desencadenará finalmente una pesadilla, aliñada con twist en el tercer acto, que pondrá patas arriba la concepción de Oldman del mundo comercial artístico. En otras palabras, Tornatore vuelve a partir de una historia relativamente cerrada para recurrir a un quiebro narrativo que redimensiona lo que se ha visto y con ello las propias pretensiones del relato -recuérdese el final de Una pura formalidad-. La cuestión es si compramos dicho giro y, más importante aún, si lo aceptamos como forma legítima de resolución de los conflictos. Ahí está un poco la clave del éxito o el fracaso de la historia, en el posicionamiento de su enfoque.
Porque aunque está construida a partir de elementos nobles, la película termina siendo un mero pasatiempo de ambiciones elevadas y resultados populistas, dualidad reflejada ya desde su misma apuesta formal, entre la precisión narrativa y la exuberancia barroca. Por un lado La mejor oferta reflexiona entorno a las cuestiones derivadas del ámbito artístico e insinúa comentarios sobre la dicotomía de los juegos de realidad y representación, marcados por esa aparición de la mujer real, sólo reconocida por una voz, negada su visión física (algo que apunta, por cierto, a la Otra mujer de Allen). Plantea las clásicas confrontaciones entre original y copia, entre la perdurabilidad de la reproducción frente a la corruptibilidad y fugacidad de lo real. Revolotea entorno a la mítica de la creación artística y el peso del autor frente a su falsificador. Todo ello cuestiones de relativo peso, tratadas de manera autoreflexiva a lo largo de la Historia del arte, tocadas recientemente por Abbas Kiarostami.
Pero por otro lado La mejor oferta contiene ingredientes más cercanos al drama de misterio complaciente que tan bien supieron explotar en sus respectivas obras maestras Hitchcock o el Lang que trabajaba con Edward G. Robinson. Perdición amorosa, estafa artística e incluso una iconografía propia del pulp (ese autómata steampunk que parece salido de un La invención de Hugo low cost, la figura de la mujer oculta, el tono de extrañeza onírica que aporta la enana clarividente) con guiños a la fantasía de romanticismo gótico: ojo al apellido de la chica, un Ibbetson que nos recuerda aquel fantasmagórico Sueño de amor eterno.
Como sea, el director consigue amalgamar todas sus vertientes, texturas y aspiraciones y dar un cierto empaque unitario en el que, claro, chirrían las distintas naturalezas de relato, pero también abren la puerta a interpretaciones más pop: Tornatore rueda francamente bien y el trabajo emotivo y expresivo de los espacios es excelente, así que ¿por qué no obviar desbarajustes narrativos y disfrutar de este cuento tramposo y medianamente descabellado si está tan bien presentado e interpretado? El secreto es no tomarse nada de todo esto con excesiva seriedad. Independientemente de lo que sospechemas pudiera pensar al respecto el propio realizador.
6’5/10