Crítica de La mula
No sé hasta qué punto nos corresponde, a mí y a cualquiera que se proponga escribir una crónica de La mula, hacer demasiada sangre, cebarse críticamente, poner en solfa las carencias de la película. No sé hasta qué punto, en realidad, puede considerarse La mula una película, por lo menos en tanto que resultado de una labor autoral concienzuda o siquiera de una operación económica planificada. Porque es esta una película que viene rodeada de malditismo galopante, de contratiempos en el rodaje con posterior reniega autoral, que viene marcada por las consecuencias de una batalla campal entre productoras que han convertido a este en un producto tocado de muerte nada más nacer. Detrás de La mula hay voluntad, hay oficio, podría haber talento, pero su periplo creativo desgraciado ha castrado todo eso.
Y es que un proyecto cinematográfico en raras ocasiones ha sabido abrirse camino hacia el éxito superando la estocada que supone la renuncia de su propio director antes de terminar de rodar. Se han dado casos, pero a menudo han sido desgraciados. Y ya nada queda de Michael Radford entre los créditos de la mula más que un doloroso «Anónimo» acreditado en algún cargo más o menos destacado: la dirección y el guión, co-escrito con Juan Eslava Galán, autor de la novela original que aquí se adapta. Por eso, cuesta aplicar criterios más o menos estándar, porque uno ya sabía de entrada que la cosa iba a salir mal.
Como sea, hay que ponerse serio. Nos encontramos ante una película que intenta conciliar Guerra Civil (esto es, drama bélico) con una suerte de comedia costumbrista poco ácida, menos hiriente, pero potencialmente agradable. Potencialmente. Esta historia de soldado a su pesar que se ha visto envuelto circunstancialmente en el bando de los nacionales y adopta a una mula debía servir para construir por un lado un romance juvenil (Mario Casas y María Valverde en una relación, digamos, más «madura» de lo que nos tenían acostumbrados) y por otro una visión ácida de la contienda, una radiografía de lo absurdo mediante el choque de texturas dramáticas; un poco lo que pretendiera La vaquilla de Berlanga, de la que esta parece tomar algunos préstamos argumentales.
Pero La mula parece ir por caminos más pulcros, menos pedregosos, bastante más rectos. Sí es cierto que logra huir un tanto de simplicidades ideológicas, evitando, desde luego, un hipotético proto-franquismo que muchos habían querido atribuirle antes incluso de verla terminada. Radford (por respeto a su voluntad, mejor citarlo con ese «Anónimo») aplica un cierto relativismo, decide fijarse en las personas más que en los bandos, huye de maniqueísmos y no parece importarle retratar a sus personajes como lo que, aparentemente, podrían haber sido en esa época: toscos pueblerinos acostumbrados a la pobreza moral del régimen, a gusto en el oscurantismo católico de una España que iba a empezar en ese momento su auténtico proceso de descomposición social y decadencia ideológica. Sí, esto es cierto, el retrato de ese marco no parece querer complacer a nadie, pero tampoco llega a molestar, a resultar mullido en sus implicaciones históricas, enriquecedor en sus conclusiones éticas.
De este modo, la ambientación pueblerina, los escenarios de trincheras y las eras de los entornos campestres están sinceramente logrados gracias a su pura simplicidad, a su absoluta falta de brillo, a su total desglamourización de las convenciones bélicas y, casi, del drama rural. Como si la película tratara o accidentalmente llegara a retratar un mundo donde, salvando las distancias, podrían haberse sentido a gusto Ermanno Olmi o los Taviani de los setenta. El problema es que, obviamente, el alcance de La mula no sólo está francamente lejos del de los citados sino que ni siquiera llega a sus propios planteamientos iniciales. De nuevo, se intuye una herida mortal abierta por los innumerables problemas de rodaje y postproducción.
De este modo, la tarea de sus actores principales se recibe como voluntariosa, se supone casi un acto de fe que termina dando buenos réditos en el plano interpretativo (Casas y Secun de la Rosa, estupendos, ambos por encima de Valverde), pero no en el cómputo global, torpe y descompensado. No es sólo que las imágenes se presenten sin auténtica vida, sin personalidad, y no guarden escondido ningún resorte de lenguaje cinematográfico estimulante, ni logren marcar ningún tipo de subtexto o sistema de metáforas, más allá de la relación tangencial del joven con su mula. Es que una vez perdido el capitán, el resto de responsables parecen haber querido terminar la función de manera apresurada, intentando destacar lo menos posible, como movidos por el miedo a arruinarlo todo aún más. La película se presenta coja, mal planteada y peor acabada. Con un montaje desastroso por desafinado, falto de capacidad expresiva y ajeno a cualquier tipo de trabajo de significación de unas imágenes que por sí parecen mortecinas y sin vida. No hay más que ver la cantidad de desajustes con el raccord escenográfico (de fotografía, de luz, de miradas) que se van sucediendo sin aparente inteligencia narrativa y formal. Amén de la calidad intrínseca de algunos planos que no han recibido ningún tipo de retocado posterior.
Con todo ello, no termina de calar su tono de costumbrismo cañí, porque no se sustenta en un discurso firme. Ni su guión consigue resultar sólido y creíble a partir de una premisa demasiado anecdótica y un sistema de conflictos dramáticos banales, desprovistos de fuerza o (mal) subrayados por una banda sonora decididamente vulgar, de modo que los picos de intensidad quedan forzados, poco sostenidos en una emotividad real. Con lo que al final, lo que debía haber sido una especie de farsa bélica termina siendo una farsa a secas, un proyecto de película que nunca llegó a puerto (a su puerto, al que tenía programado en su hoja de ruta) y del que, lo mejor que puede uno, es compadecerse de las intenciones de sus responsables y felicitarlos por el trabajo que han intentado hacer.
Pero por lo demás, La mula -por otro lado perfecta candidata a llenar salas gracias a su pareja protagonista- sólo puede aspirar en un nivel crítico serio a convertirse en un objeto a tener en cuenta únicamente por tener un hipotético encanto de lo fallido, por ser un nuevo emblema del malditismo cinematográfico en este país, ejemplo de un fracaso tan innegable.
4/10