Crítica de La sangre helada (Movistar+)
Andrew Haigh es un cineasta que nunca se suele contar entre los grandes nombres del momento, y es un error. Desde que estrenara, hace ya la friolera de dies años, Weekend, quedó claro que estábamos ante un director de gran talento a la hora de transmitir con todo su impacto, las emociones que tuviera a bien exponer en sus trabajos. De aquella película pequeñita a la producción que nos ocupa, cinco episodios de una hora y con actores de renombre, sobre navíos del siglo XIX, hay un trecho. Pero quien tuvo retuvo, dicen, que traducido a La sangre helada (The North Water en su, bastante mejor, título original) significa que Haigh aplica su toque a bordo: ahora son cazadores de focas y arponeros, sucios y harapientos personajes cuyos valores cuesta aceptar y de testosterona por las nubes. Pero hay una serie de emociones que el director pretende transmitir; y a lo largo de estos cinco capítulos que él mismo dirige y escribe (adaptando la novela de Ian McGuire), se plasman perfectamente.
El argumento sigue a un médico del ejercito que busca escapar de su vida pasada, para lo que se alista a una expedición a bordo de un barco ballenero de tripulación, como poco, turbia. Con todo, el barco zarpa hacia el gélido norte, y se tarda poco en haber problemas de toda índole, desde tormentas y heladas, a muertes inexplicables a bordo. Y conforme progresa la misión, no es que vaya a mejor precisamente.
El objetivo de Haigh pasa, básicamente, por congelar la sangre del espectador. Y para ello lo sumerge bajo hielo haciéndole más activamente partícipe de lo que quisiera. ¿Cómo? Por vía de un planteamiento formal que… Pesa, literalmente. La imagen es siempre fría, invadida por un halo de neblina y/u oscuridad constante. El viento parece que vaya a tirar la cámara al suelo de un momento a otro, y que esta vaya a quedarse congelada en el suelo. Así como sus protagonistas, de los que rara vez se separa. Cuando lo hace, con falsas promesas de aliviarnos, alejarnos de la violencia que se palpa en el ambiente (por más que sólo se haga evidente, con todas las consecuencias, de manera puntual), es para mostrarnos planos generales de grandes navíos surcando a duras penas los mares, o escenarios inundados de nieve y hielo. Es casi una experiencia immersiva total, trasladada a la pequeña pantalla, que empapa al espectador de la situación extrema en todos los sentidos, por la que pasan sus protagonistas.
Luego está el dibujo de unos personajes a los que se va dando forma episodio tras episodio, quedando en un estimulante plano ambiguo. Son personajes viciados, corrompidos, pero con un puntual halo de luz. O todo lo contrario. A destacar las interpretaciones de sus dos protagonistas principales, Jack O’Connell y Colin Farrell, por cierto. Perfectamente alineados con lo que les exigen sus roles, que no es sino echar más leña al fuego… O lo que es lo mismo, apesadumbrarnos y helarnos la sangre (sic) con esa crudeza, esa falta de escrúpulos o esa obstinación por no redimirse.
Con tanto tan bueno, es una pena que La sangre helada falle donde menos cabía esperar: en un entramado que, cual navío zozobrante en medio de un mar hostil, en ocasiones pierde la rectitud y da bandazos, oleajes rítmicos que pasan factura deteniendo la acción en demasía, sin ser necesario en ocasiones. Una mayor contundencia argumental habría hecho de esta, sencillamente, la mejor serie del año. No es así, pero se queda por las posiciones más elevadas de un hipotético top2021, suponiendo sin duda una cita obligatoria para todo aquél que sepa que hay vida más allá de Netflix. Muy, muy recomendable (y van…) nueva propuesta de Andrew Haigh.
Trailer de La sangre helada
La sangre helada: en el corazón de las tinieblas
Por qué ver La sangre helada
Andrew Haigh escribe y dirige los cinco episodios de esta adaptación de Ian McGuire sobre una tripulación de arponeros que surca los mares en busca de presas, poniendo en evidencia los instintos más primitivos del ser humano, a la que se tuercen las cosas. Una serie quizá imperfecta, pero dura y gélida como el marco en que se desarrolla, a la par que apabullante.