Crítica de La última estación
Atención cazadores de modas cinematográficas de temporada y curiosos con la antena puesta en lo que se lleva (o se rescata) en el terreno del drama de época. Mucho ojo, porque esto podría ser tendencia, pese a, como de costumbre, llegar tarde a nuestras pantallas.
Y es que tras «En el límite del amor» y «Bright Star«, se nos viene con pocos meses de diferencia un tercer drama «de época» sobre escritor de despatarrante relevancia histórica con mujer detrás. Un nuevo ejemplo del «tras un gran hombre…» y una nueva «visión tangencial» de un mito literario, enfocada desde un buscado clasicismo formal (más acartonado o menos, según) y casi más centrada en su partenaire femenina y las relaciones sentimentales de ambos que en la propia figura. Y si en las anteriores, Dylan Thomas y John Keats protagonizaban de refilón sendos culebrones sentimentales, en «La última estación» le toca el turno nada menos que a un León Tolstoi (Christopher Plummer) reflejado, en esta ocasión, en su esposa Sofya Andreievna (Helen Mirren).
Pero no sólo, porque una serie de personajes revolotean alrededor de la venerable efigie del autor de «Guerra y paz», distintas figuras -moscardones unos, algo más honestos los otros- que conforman un cuadro que se pretende reflejo de una época y una situación sociopolítica.
Concretamente la Rusia de 1910. Allí llega Valentin Bulgakov (James MacAvoy), un joven que se postula para asistente personal y seguidor de la variante católica surgida a través de las enseñanzas del maestro (el llamado «tolstoismo»). Pero que en realidad no deja de ser una especie de involuntario espía de Vladimir Chertkov (Paul Giamatti), interesado editor que pretende entregar al dominio público las obras de Tolstoi.
Empresa que saboteará con fruición la esposísima, enfrentándose a todos, especialmente a los popes del «tolstoismo» y exponiendo su matrimonio a la prensa sensacionalista, curioso germen soviético de los paparazzi actuales, acampados de modo perenne en los jardines de la mansión.
Entre tirayaflojas legales y amoríos juveniles (Bulgakov cae enamorado de la joven Masha –Kerry Condon) se mueve la cosa. Pero especialmente, entre tensiones matrimoniales llevadas por una pareja que es la que finalmente levanta todo el entramado.
Porque lo de Plummer y Mirren es un duelo interpretativo de altura. Y de premios, claro, que ambos fueron archinominados esta temporada de galardones pasada. Los dos construyen un matrimonio Tolstoi incandescente, contradictorio y brutalmente sincero. En pareja, pero especialmente de modo individual; con preferencia, incluso, por la Mirren.
La actriz inglesa ofrece un recital (como de costumbre, vamos) y demuestra la facilidad con la que pasa de la tormenta a la calma y vuelta. Ya puestos, el resto de intérpretes cumplen de sobras. Y sí, Paul Giamatti sigue sin fallar, en la línea de excelencia que tomó a partir de su John Adams.
Ante este panorama uno podría pensar que mucho se ha tenido que esmerar el director y guionista Michael Hoffman para ofrecer algo más que una nueva muestra de «teatro filmado», y que mucho ha tenido que trabajar para evitar excesos verborreicos y dar a todo un cierto empaque visual más allá del «vehículo de lucimiento»… Pues sí… y no.
Cierto, «La última estación» es una película elegante, realizada con buen pulso y con una fuerza visual cuidada para una reconstrucción histórica primorosa. No entro en que el uso de esa fotografía de tonos cálidos, otoñales pueda resultar más previsible o menos. Ejem.
También es verdad, la película transpira una melancolía lo suficientemente emotiva como para conmover, pero no tanto como para irritar. Que esa melancolía, unida a la visión desmitificada del genio, convierte el drama en algo cercano y humano a pesar de lo anodina que resulta «la otra» historia de amor, la de Bulgakov y Masha.
Y que plantea una visión original entorno a una figura básica en nuestra historia cultural común, abarcando desde esos tejemanejes legales que comentaba relacionados con el patrimonio artístico del literato hasta esa doctrina utópico-mística fundada por él mismo y seguida por un puñado de acólitos más papistas que el papa.
Pero todo esto se queda en acumulación de apuntes interesantes si detrás no hay una historia realmente apasionada, bien cimentada y, qué demonios, que nos remueva un poco. Eso es justo lo que pasa.
Que «La última estación» es una buena película en un sentido estrictamente académico. Un biopic «distinto» sobre los últimos tiempos de un hombre irrepetible y de todo un estilo de vida construido a su alrededor llevado con corrección. Pero al que, y probablemente sea manía mía, le falta esa garra y ese peso específico que la conviertan en la obra maestra que en demasiados momentos se cree ser. Y que, a cambio, termina siendo estéril en su buscada poesía visual y su discursivismo por carecer de una voz que logre sobreponerse a la tremenda fuerza de su pareja protagónica.
Y puesto que tengo la sensación de que estas mismas palabras (preposición arriba, preposición abajo) las he pronunciado últimamente en demasiadas ocasiones, dejaré mi valoración final en un «cage match interpretativo de primera división calzado en un producto muy correcto, que se deja ver pero poco más».
6/10