Crítica de La voz dormida
Por muy estimulante que pueda llegar a parecer el panorama cinematográfico autoral/alternativo de este país, lo cierto es que las audacias (mejores, peores, pero audacias) de ese grupo de outsiders francotiradores del fotograma van a ser totalmente insuficientes para garantizar un buen estado de salud fílmica. No, lo que se espera de una industria vigorosa y competente es que sea capaz de ofrecer un producto comercial de peso, que conecte con las inquietudes de su público y además sea fácilmente exportable. Y, ya se sabe, mientras el cine español y sus realizadores más representativos no abandonen una serie de estilemas y recursos argumentales y una colección de tics y cojeras formales, todo esto no va a ir a ningún lado. Está bien satisfacer al público selecto, pero lo primero es ofrecer un buen producto al generalista.
Y, desde luego, esta La voz dormida que se está vendiendo como punta de lanza de nuestro cine, no lo es. Las ha habido peores, por supuesto. Pero la última película de Benito Zambrano (autor de la muy estimable Solas), llamada a representar un cine popular bien hecho y literariamente potente, dista mucho de convertirse en producto ejemplar.
Y eso es así, me temo, porque está herida desde su propia concepción, justo desde el momento en que abandonamos el terreno Dulce Chacón (autora de la novela de la que parte) y nos inmiscuimos por completo en lo que nos interesa: el universo cinematográfico. Y sea como sea suena casi a soniquete, pero no deja de ser menos cierto que de nuevo, en el cine español, volvemos a caer en el mismo repertorio temático. Postguerra. Y ni siquiera para usar, para prostituir ese contexto con intención de dar pábulo a parábolas mucho más universales, como sí lograba hacer Agustí Villaronga.
No, el de Zambrano es un melo de los de toda la vida, en el más acartonado de los sentidos, y casi ensimismado. Autista en tanto que estanca su propio discurso en una opción cinematográfica que intuimos deberíamos haber superado ya. En un clasicismo muy académico, de buena factura visual, pero de fondo apelmazado. Lo que es lo mismo, una sucesión de lugares comunes y clichés, de tremendismos exacerbados, de licencias dramáticas y concesiones al culebrón.
Y con un enfoque que se intuye en todo momento interesado. No podemos evitar sentir simpatía por el punto de vista de Zambrano, habida cuenta de que se posiciona en el bando de los oprimidos y ondea con garbo estandartes que no admiten reproche (la necesaria libertad, la terrible injusticia, el sacrificio por los ideales nobles). Lo menos justificable es el maniqueísmo de su enfoque autoral y la simplicidad de algunos planteamientos, personificados en una galería de personajes secundarios esquemáticos, sin claroscuros, muy poco matizados. De modo que la visión del director termina por dejar entrever una voluntad (o quizá peor, una involuntariedad) manipuladora, simplista, demagógica. El subtexto, con todo, es inexistente.
Y los diálogos en unas ocasiones corretean sin demasiado peso específico (o con facilona epicidad, no hay término medio) entre lo forzado y el tópico, mientras que en otras son tan obvios que desprecian el propio lenguaje audiovisual vulgarizando las imágenes o directamente redundando sobre ellas. Y es que poco quiere arriesgar el director. A cambio prefiere sumarse a una corriente reconocible, plácida, complaciente aunque dicha opción le suponga hipotecar una personalidad tras la cámara, una caligrafía de puño propio, un sello reconocible. Es probable que se conforme con que su película parezca cine español de nuevo cuño para todas las plateas. Lo parece, lo es. Pero debería exigírsele más para trascender su tiempo. O todo esto, mucho me temo, va a quedar criando polvo en alguna biblioteca mugrienta abandonada en la memoria de los cinéfilos.
Y cuidado, la competencia del producto como tal está avalada por un trabajo visual, aun impersonal, moderadamente potente. A nivel técnico, La voz dormida puede codearse con compañeras de promoción con relativa comodidad: su ambientación está cuidada, su fotografía e iluminación logran ser expresivas, el maquillaje y vestuario solventes.
Además en su seno se cuece un pequeño fenómeno, una minúscula bomba de relojería llamada María León, al fin y al cabo auténtica alma de la película. Cabe agachar la cabeza y reconocerle a la joven actriz la que probablemente sea la mejor interpretación femenina del año en este país: su Pepi se adueña, a fuerza de mirada transparente y momentos de verdad pura y dura uno tras otro, del sistema circulatorio y nervioso de la película. Una tabla de salvación a la que agarrarse ante tanta corrección rutinaria y automática. Entre tan poca economía narrativa y tanto metraje desparramado, una desmesura que provoca que los últimos momentos se diluyan y pierdan la fuerza climática que deberían tener.
La voz dormida, en fin, cojea de un pie que siempre hemos tenido zambo, el de la superproducción de época, así que siempre va a resultar una decisión cuestionable intentar adscribirse a sus lineas maestras. Y si este hombre, Benito Zambrano, tiene una voz propia, por ahí, en algún lugar escondida, es cierto que esta necesita un buen tiro de estimulante. Porque, efectivamente, parece estarse meciendo en los brazos de Morfeo desde hace ya un buen puñado de años.
5/10