Crítica de Le Week-End

Le Week-end

El cine sabe que el filón romántico y el negocio del desamor no se terminan con la madurez. Que más allá de la cincuentena sigue habiendo caldo de cultivo para historias enfocadas a los sentimientos (y sentimentalismos). Y a lo largo de los años el cine ha ido dejando ejemplos, peores o mejores, de esta manera de entender el amor, el desamor o incluso la sexualidad. Se me ocurren ejemplos distintos entre si pero todos maravillosos como Dejad paso al mañana, En el estanque dorado, Los Puentes de Madison, Lejos de ella o la reciente Amor, todas tocadas de una necesaria sensibilidad, una mirada profunda hacia la experiencia y un entendimiento lúcido sobre las relaciones o bien a largo plazo o bien que se presentan en el momento en que todo parece ya hecho. Una tendencia que, además, sigue encontrando ejemplos casi a diario en cartelera. En un corto periodo de tiempo hemos podido ver en cines propuestas como Hope Springs, La mirada del amor o, la mejor de las tres, esta que nos ocupa, una Le Week-End que no sólo representa el retorno de Roger Michell sino que además se constituye como su película más relevante desde, probablemente, Notting Hill.

Tampoco es que sea un gran qué, y ello tampoco garantiza una obra maestra. Al director se le da bien libar de distintos géneros, es capaz de parecer resultón, interesante o simpático, pero nunca ha llegado a facturar una película redonda y aunque ello no le incapacita para algún día filmar una historia intachable, sí hace saltar alguna alarma: esta es, insisto, su mejor película, pero no es perfecta y su aparente madurez expositiva y temática choca frontalmente con la intrascendente simpatía boba de su anterior comedia romántica: Morning Glory. Pero en fin, tendremos que creernos su rigor y aparente sutileza, a pesar de que a menudo Le Week-End parezca desesperada en ello; en que nos la creamos. Porque, sí, la premisa es potente (que no original), el tema es poderoso, el guión está avalado por un nombre tan relevante como el de Hanif Kureishi y todos los elementos parecen conjugados con exquisitez y elegancia. Y luego iremos a lo que chirría. Meg y Nick son un matrimonio maduro que se disponen a pasar un fin de semana en París para celebrar su 30 aniversario de casados. Allí, lejos de vivir la ciudad del amor, la pareja irá dejando reflotar rencillas pasadas, frustraciones actuales e inseguridades de futuro y las vacaciones se convertirán casi en un rito catárquico de tirayaflojas matrimoniales.

Los elementos, como digo, no podrían ser mejores. Michell dirige con una seguridad y elegancia innegables, sacando partido de las calles parisinas sin convertir la ciudad en una postal tridimensional. Sus encuadres siempre son bellos y precisos y logra que dé la sensación de que nunca falta ni sobra nada en plano. Unos planos serenos o tensos, en función de la situación, con una escenografía cuyas tensiones podrían hacer pensar en la nouvelle vague, tendencia reafirmada por el guiño a Banda aparte. Una realización suave y con clase que en ningún momento cae en la funcionalidad ni en la superficialidad de simplemente ilustrar una historia que ya de por si es intensa. Todo está construido, además, entorno a su pareja protagonista, unos Jim Broadbent y Lindsay Duncan superlativos que saben catalizar en sus personas individuales y en la pareja como unidad, los amores, tiranteces y complicidades de dos personas que, efectivamente parece que lleven juntos tres décadas.

Ellos son el centro, pues, de esta historia que navega entre la ternura y la crispación. Que habla de la madurez sin ambages, de manera fluida, pero sin rehuir de cuestiones delicadas. Todo ello perfuma esta historia de un aroma tragicómico en el que drama y comedia se compenetran imperceptiblemente y dejan de entenderse el uno sin la otra. Se suceden los diálogos irónicos, profundos, divertidos, tiernos e hirientes, y a cada recodo de la narración los personajes van tomando profundidad y carácter, alejándose de una posible visión paternalista o condescendiente. Y evitando ese lugar común irritante poblado por viejos ilustrados, burgueses, intelectuales o exinconformistas que se lamen penosamente las heridas en un presente desesperanzado y por un pasado que ya no volverá. Claro, aquí hay nostalgia por una juventud rebelde, reivindicativa y recreativa, pero no hay rastro de superioridad moral ni de snobismo generacional como sí rezumaba, por ejemplo, Las invasiones bárbaras. Porque esta va un poco más allá y se muestra mucho más templada en su descripción de unos personajes complejos, frustrados, que sienten, sufren y aman (o han amado), que muestran y esconden y finalmente su mirada sobre ese momento en que la vida ya está montada aparece algo agriada: ¿montada entorno a qué?

Nada que objetar en lo que respecta a todo lo citado. El problema de Le Week-End -y este diferirá en intensidad en función de las consideraciones de cada espectador- es la falta de sutileza de sus planteamientos. La clase y la elegancia del conjunto no obstan de que en el fondo el libreto prefiera gritar lo que podría decir en voz baja. Evidenciar todo lo que podría insinuarse. El guión de Le Week-End aparece sobreverbalizado, excesivamente puntuado en sus tesis, hablado hasta la extenuación. Parece como si no confiara en sus propias capacidades visuales, escénicas y musicales (el uso insistente de música jazz en la banda sonora parece síntoma de una cierta inseguridad hacia la legitimidad de un producto semejante en una carrera como la que tiene Michell) y se empeñara en darse una pátina auteur que ya de por si tiene: el homenaje a Banda aparte que comentaba es innecesario por obvio y repetido -lo hemos visto ya demasiadas veces aquí y allá-. Parece, en fin, como si olvidara que la sutileza de los argumentos también tiene que verse correspondida en lo más mínimo del planteamiento de los mismos. Y que en este tipo de casos, y si no que le pregunten a Linklater, el subtexto , la metáfora visual y la insinuación deberían ser obligatorios.
Es como si, teniendo las mejores condiciones y todo de cara, los responsables hubieran tenido demasiada prisa en rubricarlo todo, sin contar con el hecho de que es difícil lograr una película estupenda (esta lo es), pero casi imposible marcar una obra maestra.

7’5/10

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Xavi Roldan empezó la aventura casahorrorífica al poco de que el blog tuviera vida. Su primera crítica fue de una película de Almodóvar. Y de ahí, empezó a generar especiales (Series Geek, Fantaterror español, cine gruesome...), a reseñar películas en profundidad... en definitiva, a darle a La casa el toque de excelencia que un licenciado en materia, con mil y un proyectos profesionales y personales vinculados a la escritura de guiones, puede otorgar. Una película: Cuentos de Tokio Una serie: Seinfeld

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