Crítica de Licorice Pizza
A vueltas con la nostalgia. Eso que el cine y la tele tanto están explotando y con resultados, en su inmensa mayoría, tan decepcionantes. Tanto es así que ha tenido que venir todo un Paul Thomas Anderson, el mejor director norteamericano vivo, a poner los puntos sobre las íes con su pizza de regaliz, esta Licorice Pizza que, además de ser un dechado para cómo echar la mirada atrás sin caer en la ruina cinematográfica, supone una de las mejores películas de los últimos tiempos.
La estrategia es la de siempre: con un punto de partida inspirado en historias personales o, en todo caso, en acontecimientos reales cercanos, se trata de recordar con cariño una época pasada. En este caso, la acción se sitúa en los convulsos años 70, cuando un chico opta al premio a mejor buscavidas de la historia: actor infantil que ya ha dado el estirón y por tanto se le ha pasado el arroz, de manera que intenta forrarse con lo que descubre a su camino, como por ejemplo la venta de camas de agua. Y mucho morro. El mismo morro que usa cuando conoce a una chica mayor que él y trata de invitarla a una cita. Cuando ella, también en aras de un futuro mejor, finalmente acepta, empieza una vibrante relación entre ellos a caballo entre el amor, la amistad y lo laboral, que sume rápidamente a ambos lados de la pantalla en un sueño. Y vaya sueño.
Y es que Licorice Pizza es el motivo por el que el cine sigue existiendo. Dos horas de pura evasión en que la premisa principal es no desprenderse de la sonrisa que se adueña de nuestra cara a las primeras de cambio. Magia en celuloide traducida en un espectáculo sumamente entretenido, que calienta corazones y nos hace salir del cine con más ganas de vivir que dos horas atrás. Parecerá cursi lo que digo: cuando la veáis, lo mismo me decís que me he quedado corto y todo. La película es un canto a la voluntad, a tirar para delante. También a la arbitrariedad (con que se dan acontecimientos, en ocasiones, de lo más descabellados y tronchantes) de la vida y a cómo afrontar lo que quiera que pueda venir. Pero sobre todo, lo es al buen rollo. En este American Graffiti para la nueva generación, asoma el drama en más de una ocasión: el fracaso (y la consecuente pobreza), el heteropatriarcado (y la consiguiente anulación de la mujer), los torbellinos político-sociales (y las crispaciones venidas de la guerra de Vietnam o la aceptación de nuevas parejas). De acuerdo, somos conscientes de su existencia; pero se le da portazo. Lo que PTA quiere es transmitir el ímpetu, mil por cien positivo, de sus protagonistas cuando están en ese punto vital en el que se creen que pueden ser reyes del mundo y nada los puede parar, por surrealistas que se pongan las cosas a veces (el momento del camión). La añoranza aquí ya no es tanto audiovisual, ni argumental, como puramente sentimental.
Donde menos abuso de nostalgia hay es en lo formal. Lo cual no significa que la película no refleje la época en que se úbica, que lo hace a las mil maravillas por una puesta en escena exquisita, y una selección de temas musicales que tres cuartos de lo mismo (para una banda sonora, claro, de un omnipresente y habitual Jonny Greenwood). Sólo que el estilo no se ve fagocitado por la necesidad de parecerse al cine de antes. La excelsa calidad de PTA detrás de la cámara no se mueve un ápice de sus trece: por encima de todo, Licorice Pizza tiene que ser la mejor película posible a día de hoy (valiente perogrullada, pues toda propuesta que no se plantee los mismos objetivos de entrada, no debería existir). Se prioriza la narración por encima del capricho, y decir esto viniendo de quien viene… pues claro: además de lo comentado hasta ahora toca, simple y llanamente, tildar a Licorice Pizza de clase magistral sobre cómo hacer cine. Mil y un pasajes para el recuerdo, pero sobre todo, la sensación de que la cámara está siempre donde tiene que estar para dar con el mejor recurso narrativo, ponen en evidencia las aptitudes sobrehumanas del responsable de Boogie Nights. Asociado con su ya habitual montador Andy Jurgensen, el resultado son dos horas y poco vibrantes y casi sin tregua, con acontecimientos totalmente impredecibles pero explicados con cristalinidad suma y tempos cuidados al milímetro.
Añádase a tamaño tour de force un reparto en el que tanto principales (gloriosos descubrimientos de Alana Haim y Cooper Hoffman) como secundarios (Bradley Cooper, Sean Penn, ¡el resto de la familia Haim!) clavan sus respectivos roles, y se obtiene una película prácticamente perfecta. Entrañable y nostálgica, pero sin forzar en lo emocional. Positiva y risueña, pero para nada aleccionadora. Y casi más una reunión entre amigos y familiares, que una visita a una sala. Ir a ver Licorice Pizza es querer un poco más al cine y la vida. Joder, es magia pura.
Trailer de Licorice Pizza
Licorice Pizza: La magia es esto
Por qué ver Licorice Pizza
Paul Thomas Anderson relaja el tono pero no la calidad, con una comedia romántica sobre la amistad y el al mal tiempo buena cara, que deslumbra. De hecho, tildar a Licorice Pizza de película es quedarse cortos, de tanto que se aproxima a la magia en estado puro. De lo mejor que ha pasado por carteleras en mucho tiempo y por muchos motivos, entre otros, la sonrisa que se te queda al salir del cine.