Crítica de En el límite del amor
Y no, el punto de partida no es nada del otro jueves, ni el desarrollo argumental es una maravilla, ni su parte formal es el no-va-más. Pero el oficio con que se lleva todo es de agradecer, y la sensibilidad que toca algunos momentos a la película es digna de mención. Pero ojo, que no todo en el monte es orégano.
Así que sí, la reconstrucción es primorosa, y la ambientación, además de conseguida, resulta agradable a la vista. Hay que agradecer a Maybury una planificación con una voluntad esteticista y una fotografía preciosista. Pero «En el límite del amor» es una película que en más de un aspecto, pues eso, camina en el límite. Y en este sentido lo paga el espectador teniendo que sufrir precisamente eso: esteticismo y preciosismo, en muchos casos exagerado. Maybury no siempre puede contenerse y la postalita de turno no siempre funciona y hace acto de presencia la horteradilla con síndrome «Sky Captain», otras los trucajes de cámara resultan burdos por manieristas, e incluso en algunos momentos al director se le va la mano con el pantone y convierte el plano en un lienzo warholiano: atención al primer plano de la Knightley en azul con los labios de rojo chillón. Muy pop.
Y no es este el único ejemplo de cómo la película mira cara a cara al desastre y no siempre sale victoriosa del envite. Y es que, así como el tono general pretende moverse en las coordenadas de un clasicismo sin poder evitar caer a menudo en lo ortopédico, también aspira a bucear en el romanticismo y más de una vez está a esto de ahogarse en lo relamido.
Porque, que nadie se engañe, esto no es un biopic. Por mucha presencia de Dylan Thomas, lo que en un principio parece un drama biográfico sobre el proceso creativo y su relación con el afecto femenino, al final termina derivando en un triángulo amoroso (cuadrado, más bien) donde la figura histórica del poeta queda reducida a un actor más. Curioso, no pretende resultar un documento histórico para iniciados ni primerizos de la poesía británica, pero no renuncia a una marcada vocación literaria (como hacía con Keats «Bright Star«, aquí se utilizan algunos textos del poeta narrados en off para dar un cierto caché al libreto).
Pero lástima, no logra profundizar en esos temas relacionados con el proceso artístico, con la influencia de la musa y con la relación del artista y su entorno afectivo y social: atención, estamos hablando de una II Guerra Mundial en plena ebullición.
Y del mismo modo que quedan en un bosquejo los temas que va apuntando a lo largo del metraje, sembrando semillas pero sin recoger sus frutos. Ahí están ítems tan universales como la culpa, el remordimiento, los celos hacia un pasado lejano o hacia una realidad que no necesariamente tuvo por qué existir, la locura pasional o la redención por el amor. Nada de ello se desarrolla lo suficiente para trascender la categoría de «apunte».
Un alto para recapitular, porque aquí se viene un pequeño giro en la historia: hasta algo más de la mitad de la película, nos encontramos ante un producto rodado con oficio, que aunque no puede evitar caer en algunos excesos, consigue captar nuestro interés sin hipotecar el sentido de la credibilidad ni venderse a trucos sentimentaloides baratos.
Bien, pero es que la película termina dando un pequeño giro (que en el fondo tampoco es tal), para terminar abriéndose sin prejuicios al despiporre culebronesco con el retorno postbélico de un William consumido por los celos y con los horrores de la guerra marcados a fuego en la retina. Ahí es cuando el melodrama desgarrado (ejem, ejem) entra en acción y la cosa empieza a bajar enteros. Por el desagüe se van toda la ocasional contención, la clase y delicadeza con la que se mostraban algunos elementos y la extraña seducción que podía ejercer el trinomio Vera-Thomas-Caitlin. Lo que parecía sobriedad y precaución se convierte ahora en seriedad forzada, y lo que podía ser un drama romántico interesante pasa a ser una histriónica y convencional historia de relaciones humanas trágicas.
No es un desastre de película, cuidado. E incluso puede engañar: su envoltorio es perfecto, con unas interpretaciones francamente buenas, ajustadas a los personajes (Knightley y Murphy se mueven como pez en el agua en este tipo de papel), y la música de Angelo Badalamenti (!), en ocasiones en la línea de “Una historia verdadera”, termina dando lustre al conjunto. Pero es que al final, de tan perfecta termina siendo profiláctica, casi estéril.
Y cómo no serlo: un texto de aspiraciones románticas, unos diálogos de aspiraciones literarias y una realización de aspiraciones pictóricas. ¿A nadie más le chirría todo esto?
5’5/10