Crítica de Liverpool
No conocía a Lisandro Alonso, director y guionista de «Liverpool» antes de ver esta su tercera película, y sinceramente tengo la sensación de que sigo sin conocerlo. O eso o ya lo tengo caladísimo, no sé.
«Liverpool» es una película arriesgada, de desarmante minimalismo argumental, ritmo comatoso y belleza formal extrema, cortante. Un film tremendamente hermético y frío en su apariencia exterior que sin embargo bulle en su interior con una violencia sostenida y una tensión agazapada, lista para saltar a la yugular del espectador aunque al final nunca se decida a hacerlo.
Esto es, planos sostenidos hasta el dolor. Gente que calla mucho pero dice más. Silencio. Soledad.
«Liverpool» es la historia de ese hombre-tronco que viaja entre troncos, que no se despega de su botella de whisky, el tipo en busca de su pasado; ese que en un principio nos parece un autodestruído, un desarraigado sin ningún vínculo con el mundo que le rodea y de sopetón nos echa en todo el rostro un drama familiar no resuelto que planea sobre todos ellos, pero sólo nos deja intuir. Un puzzle que se va montando delante de nuestras narices de manera casi imperceptible; las hostias del pasado, que vuelven de repente pero no pasan cuentas; salen a flote de nuevo y se quedan ahí expectantes.
Pacientemente experimentamos un viaje metafórico (interior) y uno real (físico; por Ushuaia) al lado del protagonista; y de repente el hombre al que hemos estado acompañando todo este tiempo, el cabrón que nos debe la atención que le hemos estado prestando, el hombre que se llama Farrel pero podría no llamarse, se marcha del plano, desaparece, literalmente abandona la película y nos deja colgados en esa especie de Twin Peaks polar con conejos, rodeados de esa panda de freaks emocionales con un agujero en el alma bastante más gordo que el que tenían antes de que llegáramos nosotros con Farrel, el hombre que resuelve sus conflictos con su madre moribunda precisamente no resolviendo nada y largándose.
«Liverpool» es una película que va seduciendo despacio, muy despacio y se toma su tiempo para ir atrapando al espectador en unos tentáculos fríos como témpanos; que se vive como un costumbrismo a fuego lento y se recuerda como un thriller inquietante. Y que tiene la capacidad para incomodarnos en los momentos en que nos parece detectar un cierto humor negro muy soterrado, porque si nos dicen que es todo drama también nos lo creemos y nos sentimos culpables por la mierda de camarote donde vive el desarraigado, porque nunca puede soltar esa botella, y porque no es capaz de arreglar sus problemas con su padre y su hija.
Una película que va a su bola, pero que si hubiera que situarla en un lugar del mapa cinematográfico actual estaría en un punto intermedio entre Pedro Costa, Aki Kaurismäki, Atom Egoyan y Albert Serra. O algo así.
Ricardo Darín y Juan José Campanella auguraban lo peor, pero no nos llevamos tan pronto las manos a la cabeza, porque visto lo visto después de algunos años «otro» cine argentino sigue siendo posible. Menos mal.
Eso sí, gafotada del mes y segunda gran película con nieve en dos semanas; la otra, claro, «Déjame entrar»
9/10
Yo creo que la película es arriesgada hasta cierto punto. Lisandro Alonso repite elementos en todo su cine y sabe de antemano que le funcionan. El estatismo es el terreno en el que se mueve, y los sentimientos sólo se intuyen en un contexto de aparente vacío emocional.
Creo que también es su forma de diferenciarse del resto de directores…
«La película es arriesgada hasta cierto punto. Lisandro Alonso repite elementos en todo su cine»
Probablemente tengas toda la razón del mundo. Dije que es una película arriesgada desde mi ignorancia hacia el resto de cine del director y teniendo en cuenta que «Liverpool» y su aparente (como tú has calificado de manera acertada) «vacío emocional» no constituye en absoluto excepción en el panorama cinematográfico actual. El cine de Kaurismäki, de Nuri Bilge Ceylan o de Cristi Puiu son prueba de ello.
Saludos!