Crítica de Locke

Especie de anomalía comercial, Locke parece huir de las tendencias más o menos mainstream del thriller actual: de entrada se antoja inconcebible que un producto pueda evitar los circuitos autorales o experimentales esgrimiendo un minimalismo escénico tan radical como el que le sirve como apoyo. ¿Un drama con toques de suspense que transcurre en un único escenario cerrado -un coche- y con un sólo protagonista en cámara? Quitando la excepción de Buried, y a menos que hablemos del Kiarostami de Ten, uno diría que estamos ante un caso único en la actualidad, donde la multiplicación exponencial de localizaciones, personajes, estímulos, giros y efectos especiales parecen requisito indispensable para captar la atención de un espectador cada vez más pendiente de la parafernalia que del argumento puro y duro. Pero en ocasiones las apuestas fuertes… funcionan. Y si en Redención conocíamos a un Steven Knight que más allá de ocasional guionista brillante (Peaky Blinders, Promesas del este) no daba la talla como director parece que con esta hemos encontrado finalmente a aquella Gran Esperanza Blanca que tanto se nos había prometido. No lancemos palomas al vuelo aún: Knight tiene que confirmar mucho aún, pero esto -escrito y dirigido por él- es para ponerse a salivar seriamente.

Locke es una historia en la que aparentemente no pasa nada (ojo, la referencia a Esperando a Godot no es casual) y que parece replegada en si misma, limitada físicamente por las paredes de un coche. Un tipo conduce de noche por autovías en dirección al hospital donde está a punto de parir su amante. Conectado con el mundo exterior únicamente por vía de su teléfono móvil, Ivan tiene que lidiar con la contrarreloj y además poner en orden su vida familiar con una esposa e hijo que aún no conocen de su nueva aventura paterna y con un trabajo delicado, a las puertas de una importantísima transacción comercial que debería ser un game changer en su vida laboral. Poco o nada más. Aparentemente, claro. Porque en un ejercicio de abstracción brutal, Knight proyecta todo ello hacia afuera y si bien su cámara no sale nunca del automóvil más que para ofrecer algunos planos recurso de la ciudad, Ivan sirve como epicentro de un psicodrama que ve sus aristas, sus subtramas, y sus dinámicas entre personajes representadas más que escenificadas. Locke es, en esencia, un ejercicio de extrañamiento cotidiano y un sistema de diálogos entretejidos que beben los unos de los otros en una especie de teoría de vasos comunicantes, a pesar de pertenecer a distintas subtramas en principio independientes las unas de las otras. Lo que convierte la película en un relato tenso e interesante es esa necesidad que tiene la información de autocompletarse para ir ofreciendo una imagen cada vez mayor de la vida y circunstancias de su protagonista.

Y aquí la principal muestra de inteligencia del guionista. Dosificar y medir milimétricamente la información e ir redimensionándola mediante esos diálogos ricos en subtexto que se van sucediendo a tiempo real, como desplégándose ante el espectador al mismo tiempo que se van deshilachando. Locke es una especie de gran batalla de una «armada de un sólo hombre» pero reducida a su mínima expresión. Un tirayafloja que tiene tanto de drama costumbrista de Mike Leigh (los problemas no son extraordinarios, aunque estén tratados como tal) como de extraño juguete de suspense psicológico polanskiano. Y lo amalgama en una suerte de thriller que colinda constantemente con la pesadilla urbana del siglo XXI: a pesar de la velocidad y la fiebre esto tiene más de Viernes noche (la de Claire Denis) que de, pongamos, Drive. Knight hace chocar lo claustrofóbico con sensaciones de -¿falsa?- libertad construyendo una atmósfera onírica y viciada mediante los reflejos en las lunas del coche y en los retrovisores, y a través de la presencia de esa carretera nocturna, brumosa, de una oscuridad sólo horadada por las farolas y los faros de los demás coches. Y confunde deliberadamente (y en ocasiones con intenciones narrativas un tanto opacas, si no inexistentes) esos reflejos -de luces, de la cara de Ivan, de los edificios- con planos que se van superponiendo los unos a otros. Una realización que remite al thriller urbano (aquí sí cabe mirar de reojo a Winding Refn) pero que hace pensar también un poco en cierto cine experimental.

El peso del drama lo soporta obviamente su único personaje en pantalla. Tom Hardy encarna a un Ivan de hierro y de paso certifica una de las mejores y más arriesgadas interpretaciones de su carrera. Matizado, intenso, sobrio y creíble en el papel de un hombre cuya vida se va descomponiendo mientras sólo puede hacer una cosa: ir hacia adelante. Un protagonista, en fin, que en términos de construcción de personaje es un auténtico roble: sus raíces se adentran en la tierra y su tronco sostiene un peso descomunal mientras sirve como ancla para el resto de los personajes que componen su vida y cuelgan de sus ramas, interpretados por las voces de los televisivos (y siempre excelentes) Ruth Wilson, Olivia Colman y Andrew Scott. Una historia en apariencia mínima, a la que se le puede poner algún pero (una cierta repetición en algún momento, o el dudoso recurso del soliloquio) pero que convierte automáticamente a Steven Knight en un tipo de narrador valioso -si es que no lo era ya-: el que nos cuenta una historia sin acciones físicas pero que en ningún momento deja de ser dinámica, atractiva, estimulante y exigente.

7’5/10

Xavi Roldan empezó la aventura casahorrorífica al poco de que el blog tuviera vida. Su primera crítica fue de una película de Almodóvar. Y de ahí, empezó a generar especiales (Series Geek, Fantaterror español, cine gruesome...), a reseñar películas en profundidad... en definitiva, a darle a La casa el toque de excelencia que un licenciado en materia, con mil y un proyectos profesionales y personales vinculados a la escritura de guiones, puede otorgar. Una película: Cuentos de Tokio Una serie: Seinfeld

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