Crítica de London Boulevard

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A vueltas con los ejercicios de estilo. Y reflexiones sobre el ejercicio crítico. Porque, al final, sí, aquellos que los ejercemos podemos parecer gente un pelín arbitraria, practicantes de lo que se llama análisis crítico, pero caprichosos digitales (vamos, que tiramos de dedo: esto sí, esto no) al fin y al cabo. Y se intentan justificar los subjetivos dictámenes, pero luego uno se pregunta si los cauces que separan una mala de una buena obra realmente son tan caudalosos. Y más con los malditos ejercicios de estilo.
Va a ser, supongo, el fondo referencial de cada director, su capacidad para manejar códigos, símbolos y demás y renovarlos sutil o radicalmente, lo que determine si un ejercicio de estilo justifica una película o si todo queda en pura bisutería de paseo marítimo. Y en este caso que nos ocupa, mucho me van a perdonar los estetas que pululan por ahí, sí, es de rascar la purpurina y encontrar plástico.
Porque esta puesta de largo de William Monahan -guionista: Infiltrados, Red de mentiras, Al límite– tras la cámara acusa de lo que uno cabría esperar al eliminar cualquier esperanza romántico-creativa: que hay que tener las gónadas de la creación bien hinchaditas y tensas para ser capaz de colocarse a ese lado del visor; que por mucho que uno haya visto trabajar a Scorsese, no todo se pega. Vamos, que hay que saber muy bien qué se hace antes del «acción» y hasta el «corten».
Una buena fachada, con actores de relumbrón (Farrell y Knightley, más Ray Winstone) y un trabajo de fotografía resultón (-barra-cool) que juega al choque cromático y al juego de temperaturas de color no son garantía de nada si no hay electricidad narrativa, tensión escénica y, en este caso, tan policíaco brit y tan thriller de irish mobsters, ingentes cantidades de punk y guarrismo. La falta de aplomo y oficio garantizan una realización donde todo es demasiado pulcro, donde la suciedad moral es impostada, de diseño. Donde falta voltaje y mucha esencia de oi! destilado.
Y eso que los conceptos parecen claros y los ingredientes del mix son los habituales. Hay un punto de polar, un aire a lo hard boiled que se toma (demasiado) en serio a sí mismo, con héroe de comportamiento melvilliano y deudor moral de los Michael Caine de los 60 y una trama clásica de retorno al pasado, con destino trágico acechando a un protagonista a lo Carlito Brigante. Pero de lo que no se gasta mucho es enjundia, peso específico y, en fin, vida propia. Es casi como si Guy Ritchie hubiera decidido reencauzar su vida, pasar por detox, apuntarse a un culto kármico y rehacer «con buen gusto» (ew…) sus películas de geezers criminales. Y despojado del chute adrenalínico intravenoso le quedaría, claro, una sucesión de clichés gangsteriles que se quieren en una línea novelesca (el material de partida está en la celulosa: libro homónimo cortesía de Ken Bruen) pero les falta la mugre y la furia, la mala gaita y el pesimismo vertebral de la mejor literatura chunga británica de nuevo cuño: nada que ver con un Charlie Williams, por poner un ejemplo.
Y quiero decir nada. La parte literaria, presumiblemente núcleo duro del invento -por aquello de los orígenes del director-, renquea por culpa de unos diálogos deliberadamente gruesos o directamente idiotizantes y una parte de drama sentimental muy de pacotilla. Una tragedia a dos, matón y protegida, que aspira a la grandeza y que por culpa de un puñado de personajes poco dibujados queda ratonil, pigmeica, con la hondura humana de El guardaespaldas. Por decir algo. Y que puestos a comparar, por defecto de negrura no le aguanta medio round a aquella antipodal Animal Kingdom que, sin ser una obra maestra, ofrecía un relato correoso y desesperanzado, auténticamente revulsivo en la destrucción de algunos valores tradicionales.
Pero London Boulevard no busca lo desestabilizante. Más bien aspira a la gloria por el fashion casual. O sea que a quien se sienta frustrado, para un buen chute de radicalización poco sutil del negro, recomendadísima le queda la lectura del muy basto «Gente Muerta», obra y gracia del arriba citado Charlie Williams. Casi os váis a quedar más satisfechos; en modo guilty, además.
Porque esto de aquí es más bien [léase con la peor afectación dramática posible] un «oh, oh, Dios mío, la luz de los focos me ciega» de la más pija calaña.
A por las bifocales, ya.
3/10
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Xavi Roldan empezó la aventura casahorrorífica al poco de que el blog tuviera vida. Su primera crítica fue de una película de Almodóvar. Y de ahí, empezó a generar especiales (Series Geek, Fantaterror español, cine gruesome...), a reseñar películas en profundidad... en definitiva, a darle a La casa el toque de excelencia que un licenciado en materia, con mil y un proyectos profesionales y personales vinculados a la escritura de guiones, puede otorgar. Una película: Cuentos de Tokio Una serie: Seinfeld

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