Crítica de Los últimos días
A pesar de que aún queda un buen trecho por andar, es cierto que el margen que se extiende entre las películas comerciales españolas y las superproducciones americanas cada día es más estrecho. No hablo, ojo, de una mímesis total, puesto que la gracia de todo esto debería estar en perpetrar un producto (los hermanos Pastor, directores de esta Los últimos días, trabajan por esa vía) de factura y aspiraciones comerciales yankis pero de espíritu autóctono. Algo así como la adaptación a nuestra propia manera de entender la narrativa de los códigos que cultivan en su cine los americanos, unos señores que, con perdón, son y siempre serán, en lo suyo, los putos amos. De modo que sólo nos queda aportar nuestra visión al tema más desde el corazón que desde la masa muscular.
Ahí están las mayores virtudes de Los últimos días. En la decisión, consciente o forzosa, de circunscribir todo esto, superada la aventura transatlántica de Infectados, a un entorno eminentemente nuestro. Tanto en fondo como en forma. La película, a pesar de su vocación intemporal, está íntimamente ligada a un contexto social muy reconocible. El de una España en descomposición social, sumida en una crisis de doble cara: la económica, arraigada en las conductas reprobables de banqueros y políticos, en la caída de las divisas, los despidos, los recortes sociales y la hijoputez de los altos cargos empresariales. Y la social, condicionada por un estilo de vida cada vez más desnortado, más falto de sentido común y más privado de humanismo. A este respecto, la propuesta argumental de la película parte justo de ese punto: una extraña e inédita pandemia mundial ha encerrado a los humanos en sus respectivas casas, oficinas o tiendas, imposibilitados de salir al exterior y obligados a desplazarse sólo bajo tierra.
Pero por otro lado el reconocimiento es literal: el espectador cosmopolita, especialmente el barcelonés, asiste a una sucesión de estampas cotidianas llevadas a una situación límite de caos postapocalíptico en terreno propio. Ya no es el Empire State el centro del fin del mundo, sino el Arco de Triunfo, la Villa Olímpica o los claustrofóbicos túneles de la línea tres del metro y su imprevisible transbordo en Sants. Y en este sentido, el talento de los hermanos por el terror de la cotidianía llevada al extremo cataclísmico es admirable. Con una potencia visual aterradora y la capacidad de ir sembrando pequeñas ideas escénicas de potentísimo impacto, las imágenes de Los últimos días van generando una creciente desazón potenciada por el elevado trabajo atmosférico, rematado por una fotografía cuidadísima, sucia y aterradora.
Más problemático, sin embargo, es su guión. A pesar de que se presenta aplicado y finalmente apañado (los hermanos se muestran equilibrados e inteligentes en su juego de nuevas ideas y guiños al género) el argumento no puede escapar de una cierta simplicidad lineal que no logra romper la insistente aparición de flashbacks explicativos, algunos mejores y otros un tanto más innecesarios. Por otro lado, resultan excesivamente familiares algunos de sus giros y recursos, que en ocasiones no logran escapar del lugar común. O quizá no lo pretendan: admito que no tengo muy claro hasta dónde llega la voluntad homenajeadora de Los últimos días, pero lo cierto es que los clichés llegan a hacerse quizá demasiado frecuentes. Y uno tiene la sensación de que varias de las secuencias, por una cuestión de planteamientos (demasiado ligeros), de puesta en escena (a ratos un tanto confusa) o de interpretaciones (no especialmente brillantes) finalmente terminan haciendo aguas, apuntadas sus intenciones pero no rematados sus logros.
Lo cual resta una cierta potencia y al mismo tiempo verosimilitud a un relato que, por otro lado, se pretende obviamente más alegórico que literal y que no rehuye de su condición de fábula tecnófoba entorno al estilo de vida moderno. Cabe destacar, a este respecto el positivismo de su epílogo, un tanto naïf, situado más en el terreno del cuento sobre la esperanza que en el derrotismo clásico de la ciencia-ficcón apocalíptica. Antes de todo eso, sin embargo queda un camino de maduración de dos personajes (encarnados por José Coronado y Quim Gutiérrez) que experimentan un evidente arco de transformación hacia el reconocimiento de sí mismos y de sus propias necesidades afectivas. Al fin y al cabo, Los últimos días es, antes que todo, una película sobre la amistad y la camaradería que sólo puede establecerse cuando dos tipos admiten sus flaquezas y terminan reconociendo su necesidad mutua.
Una de cal y una de arena, pues. Es este un admirable ejemplo de producción esforzada para una película honesta (ojo, rara avis), hecha desde el cariño y ejecutada con pericia por dos talentos en ciernes, dos tipos que dominan admirablemente los resortes del suspense, las aventuras y el cine de catástrofes. Pero también es, no lo obviemos, un espectáculo que se habría disparado hacia cotas estratosféricas de haber intentado arriesgar más en sus planteamientos éticos y temáticos para presentar un escenario imprevisible; de haberse salido de los márgenes para tontear con el riesgo del fracaso pero también con la posibilidad de ofrecer no sólo un producto competente, sino también una película peligrosa, desafiante y malnacida.
6’5/10
Siendo una crítica semipositiva… me has dejado con cero ganas de verla.
No veo que te haya conquistado en ningún sentido y una historia de este tipo sin pasión es un faro sin luz.
Me interesaba un montón por el cast y porque cualquier intento del cine nacional de hacer algo diferente me parece de aplauso. La veré por arrastre seguramente…
pues yo estoy igual que tú, tío, y eso que le sumo el plus de que los Pastor son del pueblo en que vivimos y tal… Nada, mejor, expectativas bajas = subidón posterior… no? …alguien?