Crítica de Lourdes
Siendo sinceros y con un poco de filosofía de la resignación, exclamemos, todos a coro: La vida es un espectáculo. Todo es simplificable a lo superficial, a lo epidérmico de la imagen y la apariencia. ¿Por qué no? Pasamos rápido por este mundo, así que ¿qué nos impide hacer de todo un gran show, a ser posible masificado y mediático? Si aceptamos tan derrotista/hedonista -elíjase el epíteto que más se prefiera- afirmación, entonces hay una institución que (a menudo al margen de lo que realmente piensen sus socios) es proclive a grandes despliegues de melodramático atractivo metafísico. Ahí está, hablo de la Iglesia Católica.
Y probablemente uno de los ítems más reconocibles en esto de la masificación del hecho cristiano es Lourdes, el archifamoso lugar de peregrinación para desvalidos de todo pelaje y enfermos de cualquier clase. Todos haciendo cola para que la Virgen les dé un toque mág… perdón, milagroso y restituya sus menguadas capacidades físicas.
Y probablemente uno de los ítems más reconocibles en esto de la masificación del hecho cristiano es Lourdes, el archifamoso lugar de peregrinación para desvalidos de todo pelaje y enfermos de cualquier clase. Todos haciendo cola para que la Virgen les dé un toque mág… perdón, milagroso y restituya sus menguadas capacidades físicas.
Pero antes de que mi nada neutral ateísmo invalide de un plumazo esta crítica, que en la facultad me dijeron que la información debe ser lo menos contaminada de opinión posible, me refugio bajo el paraguas «de esto va «Lourdes», lo nuevo de la directora y guionista vienesa Jessica Hausner».
Solo que Hausner no tiene por qué ser atea. O, en fin, nadie puede acusarla de serlo. Lo suyo es algo más sutil, y casi más venenoso, que las cargas antieclesiásticas que se van dando desde las trincheras culturales desde que el arte es arte. Ella no se dedica a cargar las tintas. Más bien confía en lo estrambótico de la realidad-que-supera-a-la-ficción y deja que esta se explique por sí misma. Coloca una cámara al lado de Christine, aquejada de esclerosis múltiple postrada en una silla (magnífica Sylvie Testud) que acude a Lourdes con un viaje tipo IMSERSO organizado por una orden religiosa. Ella, como los cientos y cientos de personas han acudido ahí con una mezcla de esperanza y perplejidad, a ver si la curan de lo suyo. Con lo que la cámara observadora de Hausner va retratando el proceso silenciosamente, sin sobresaltos, pero sin olvidarse de nada: desde las tiendas de souvenirs de todo tipo de imaginería religiosa hasta las piedras milagrosas, los karaokes divinos, las proyecciones de películas educativas («Virgen Superstar me curó a lo grande») y las excursiones campestres pastorales organizadas. Así las cosas, para Hausner Lourdes no deja de ser una especie de mezcla entre un spa de turisteo y un parque temático monjil, poblado por esos enfermos viajeros esperanzados y las integrantes de la orden religiosa que organiza el tinglado: jovencitas la mayoría con ganas de pasar un fin de semana de ligoteo foráneo.
A fuego lento, pues, va cociendo la directora su historia, sin terminarse de explicar los mecanismos lógicos que rigen las dichosas peregrinaciones. Será la fe, supone ella, que mueve montañas, mueve masas y mueve enfermedades: a cierto punto de la película Christine termina curándose milagrosamente. Y paren máquinas.
Que una cosa es fantasear sobre la idea del milagro, y otra es que ocurra de verdad. En el momento en que, literalmente de la noche a la mañana, Christine pone un pie en el suelo y se levanta, todos las miradas quedan fijadas en ella, y ya aquí sí que nadie se explica nada. Que los médicos no den crédito al suceso no nos extraña. Los caminos de la fe son inescrutables, y los que los transitan están que no se hablan con los herejes esos de las ciencias. Etcétera.
Pero que ni siquiera los propios hombres del catolicismo den demasiado crédito a lo que ven ya es otra historia: la gran farsa adquiere tintes surrealistas. ¿Será cierto que el Señor… está con nosotros?
Por lo menos no hay duda que está con Christine, maldita afortunada. «¿Y por qué ella y yo?», se preguntan los compañeros de peregrinaje. La perplejidad da paso a envidias y reproches en silencio, y a comentarios mezquinos en voz baja. Es otro de los males de la sociedad esta que tenemos, junto con -dicen los apocalípticos- la caída de los grandes valores y el uso gratuito de los símbolos.
No sé yo si nos vamos de cabeza a la miseria moral, pero sí es cierto que me parece acertada esa decrepitud cultural que retrata Hausner concretada en una mercantilización de la espiritualidad, especialmente de la religión, y más aún de la Cristiana.
Esa banalización del milagro como moneda de cambio, como presunta compensación necesaria a cambio de una vida de sacrificios abnegados. Y el circo mediático que se monta alrededor de todo ello con un atrezo de vírgenes con halo de neón.
Que una cosa es fantasear sobre la idea del milagro, y otra es que ocurra de verdad. En el momento en que, literalmente de la noche a la mañana, Christine pone un pie en el suelo y se levanta, todos las miradas quedan fijadas en ella, y ya aquí sí que nadie se explica nada. Que los médicos no den crédito al suceso no nos extraña. Los caminos de la fe son inescrutables, y los que los transitan están que no se hablan con los herejes esos de las ciencias. Etcétera.
Pero que ni siquiera los propios hombres del catolicismo den demasiado crédito a lo que ven ya es otra historia: la gran farsa adquiere tintes surrealistas. ¿Será cierto que el Señor… está con nosotros?
Por lo menos no hay duda que está con Christine, maldita afortunada. «¿Y por qué ella y yo?», se preguntan los compañeros de peregrinaje. La perplejidad da paso a envidias y reproches en silencio, y a comentarios mezquinos en voz baja. Es otro de los males de la sociedad esta que tenemos, junto con -dicen los apocalípticos- la caída de los grandes valores y el uso gratuito de los símbolos.
No sé yo si nos vamos de cabeza a la miseria moral, pero sí es cierto que me parece acertada esa decrepitud cultural que retrata Hausner concretada en una mercantilización de la espiritualidad, especialmente de la religión, y más aún de la Cristiana.
Esa banalización del milagro como moneda de cambio, como presunta compensación necesaria a cambio de una vida de sacrificios abnegados. Y el circo mediático que se monta alrededor de todo ello con un atrezo de vírgenes con halo de neón.
Se impone, para hablar de todo esto, un necesario distanciamiento por parte de la directora. Decía que la manera de presentar los hechos es casi observacional, así aunque por el camino se pierde la profundización en las motivaciones y un dibujo más apurado de los personajes, Hausner opta por una austeridad formal, con una fotografía sobria, en unos ambientes fríos retratados en planos casi asépticos planificados de modo sencillo y huyendo de florituras. Y todo revestido de un cierto humor irónico que no llega a empantanar la visión de la autora. O eso creo yo: el medio paso que da atrás para contemplar el conjunto es lo que crea ese distanciamiento irónico. Otros probablemente lo vean como un retrato sincero. No creo que nadie como un ataque directo.
Y espero que tampoco nadie confunda ese final irónico con un elogio moralizante del rancio easy comes, easy goes, más que como un recordatorio de lo intangible y lo frágil del concepto de la «fe», y lo falaz del de «milagro».
Así que sí, bien pensado la Hausner es una atea de narices.
Y espero que tampoco nadie confunda ese final irónico con un elogio moralizante del rancio easy comes, easy goes, más que como un recordatorio de lo intangible y lo frágil del concepto de la «fe», y lo falaz del de «milagro».
Así que sí, bien pensado la Hausner es una atea de narices.
7/10