Crítica de Lovely Molly
Bastante errática, por no decir desastrosa, ha sido la carrera del director Eduardo Sánchez desde que debutara en el largo, bien acompañado de Daniel Myrick, hace ya más de doce años. Normal, que tu primera película sea un icono del terror moderno (para bien, para mal, lo que sea) del tamaño de El proyecto de la bruja de Blair invoca sobre uno un akelarre de miradas que revolotean como meigas entre la expectación y la sed de sangre. Cuando uno revoluciona el patio de butacas como lo hizo este señor lo normal es que la gente le odie y le ame sin esperar a que les den motivos para lo uno y lo otro. Al final, la Gran Promesa resultó un pequeño bluff y al día siguiente, con sus autoexploits y el estiramiento de su propio chicle, ya nadie se acordó de él. Y nadie prestó apenas atención a sus Alterado y Seventh Moon más que para despreciarlos con un aire de suficiencia, me temo, bastante justificado.
Ahora, Sánchez regresa con un cuarto intento y la lección, parece, aún por aprender. No es que fuéramos a esperar que el chico de la noche a la mañana hubiera encontrado el Shambhala del cine de espanto para haber regresado iluminado y con la habilidad para renovar el género y darnos la dosis de buena mierda que pedimos periódicamente. Pero, en fin, ya sabéis, sí que lo esperábamos. Maldita sea, claro que lo esperábamos. No porque fuera él, sino porque, en el fondo, nos temíamos que un profesional de sus características nos enchufara un nuevo escalón en su proceso de mero autoordeñado. Pero la teta sigue siendo la misma y ya está seca. Aunque Lovely Molly tenga bonitas curvas, en el fondo la persona es la misma.
Ahora el found footage ya sólo aparece en momentos determinados, como si su gran hallazgo fuera el combinar las técnicas diegéticas con la narrativa tradicional. Hay una historia medular, sí, y hay un repertorio de imágenes en formato DV, hipotéticamente obtenidas de una cámara doméstica. Solo que, y eso es lo interesante y paradójicamente al mismo tiempo lo absolutamente vulgar, esas imágenes «amateur» están ubicadas en el propio terreno de la ficción, en el universo del discurso: queda claro que quien sale son actores interpretando a personajes, porque en el fondo esas imágenes son prolongación temática de la ficción. Pues vale.
¿Así que al fin y al cabo Lovely Molly es un cuento de terror convencional? Bueno, sí. En todos los sentidos. Descartada la opción «nueva vuelta de tuerca sobre el lenguaje cinematográfico» queda el contenido de siempre: en este caso la historia de una pareja recién casada que se traslada a la antigua casa de ella, yonki rehabilitada de oscuro pasado quien, de repente, empieza a sufrir extrañas visiones relacionadas con su padre, presuntamente fallecido.
Así que el proceso es el de siempre: terror cotidiano que busca la inquietud en los objetos y en los rincones domésticos. Como una especie de mezcla entre el drama conyugal, la ghost story y la película de alucinaciones de drogota, Lovely Molly encuentra la desazón en el taponamiento directo de los recodos por los que pueda entrar aire. Busca la asfixia del espectador a través de la de los personajes, que se encuentran con el mal en casa y paulatinamente van cayendo (especialmente ella) en una espiral de locura en la que se mezclan hechos, acciones y alucinaciones.
A este respecto, la película juega su mejor mano con un par de ases bien movidos: por un lado la interpretación de la debutante Gretchen Lodge, que sin ser magnífica nos presenta a una actriz con pegada y disponibilidad para autoexponerse hasta las últimas consecuencias. Por otro lado, el inteligente uso del fuera de campo y la acción en off a pesar de que, en muchos casos, queda reducida a los clásicos efectos de sonido escalofriantes. No obstante, el trabajo con el fuera de plano permite un juego interesante de sutileza/contundencia condicionado por las exigencias de la trama y/o la construcción ambiental. De modo que la visión del matrimonio que ofrece el realizador y guionista, del que la película podría ser una metáfora simple y directa, es parduzca y esencialmente puñetera. Y el ensañamiento hacia sus protagonistas, con el mono heroinómano como detonante, es considerable.
Salvando estos felices aciertos, no obstante, la película queda, sometida a una ojeada más o menos global, en muy poquita cosa: no es vulgar, pero tampoco única; no es un espectáculo adocenado para masas lobotomizadas, pero desde luego no tiene la suficiente garra autoral en esa filia indie en la que parece inscribirse; no es otro engañabobos pensado para estrujar el mercado, pero tampoco arriesga para lograr destacar sobre las demás. Es un mero pasatiempo con algún momento tenso, pero básicamente poco motivador, absurdo en su planteamiento y con escasa capacidad de enganche general.
Para überfans del género que tengan tragaderas considerables. El resto, abstenerse
5/10