Crítica de La luz de mi vida
Las mejores películas de ciencia ficción (así como de cualquier otro género) son aquellas en las que tanto da la ciencia ficción. Si Ad Astra fuera un drama de época funcionaría igual de bien. De la misma manera, La luz de mi vida podría desprenderse de su marco distópico, y no cambiaría un ápice su impacto dramático. Y eso que dicho marco también funciona a las mil maravillas.
Para su segunda película como director (tras esa locura que fue I Am Still Here), Casey Affleck plantea un mundo prácticamente sin mujeres, lo cual ya da pie a una interesante reflexión ahora que tan necesario es partir lanzas en favor de la igualdad de géneros. Reflexión que está ahí y no carece de protagonismo, no se me malinterprete. Pero casi no vemos nada de dicho mundo, pues todo el interés se centra en un padre y su hija, de once años y de las pocas en haber sobrevivido a la epidemia.
La chicha de la película reside en la relación entre ambos en la búsqueda de un utópico lugar en el que estar definitivamente a salvo de una sociedad de hombres que a saber cómo reaccionaría ante una mujer, tuviera la edad que tuviese. Y digo «a saber», porque tampoco está del todo clara dicha reacción (y entramos ya en una de las cuestiones centrales de Light of My Life): como consecuencia de tener que cuidar de ella en solitario, ¿no estará ejerciendo el padre una protección excesiva sobre su hija? ¿No estará el mundo actual, película al margen, pecando de lo mismo?
Pero claro, nadie nace enseñado; ni se le cuenta, cuando se embarca en la aventura de montar una familia, que se va a quedar solo y al cargo de todo. Segunda gran cuestión de la película (no podía ser de otra manera): la pérdida.
Con estos dos elementos es con los que se enarbola una pequeñita película de ciencia ficción indie, de cámara en mano para seguir a dos personajes recorriendo parajes silvestres y mayormente abandonados. Una versión pequeñita de The Road (La carretera), que debe parte de su marco a Hijos de los hombres, Y: El último hombre o El cuento de la criada (cuya protagonista de la adaptación televisiva aparece en la película, por cierto). Como todos estos ejemplos, La luz de mi vida plantea un nada agradable futuro próximo en el que ya no tiene cabida prehistórico debate sobre sexos alguno. Pero se acerca todavía más a A Ghost Story, otra película de un género muy concreto en la que lo que menos importa es el género.
Con su ritmo sosegado, su voluntad minimalista y su sutileza emocional y sensorial, la propuesta de Casey Affleck es un constante lanzamiento de inputs, con el suficiente espacio para que el espectador los pueda degustar debidamente desde el minuto uno, con ese largo cuento sobre el Arca de Noé (más o menos) que ya da un par de pinceladas definitorias. Se va construyendo, así, una relación padre-hija que podría tocar de lleno a cualquiera, con momentos de gran carga dramática y otros de gran ternura; y se va apuntalando la evolución de ambos personajes conforme se van entendiendo y asumiéndose el uno al otro. Y es que no olvidemos el tercer gran centro de atención argumental: la chica tiene once años y ya está acercándose a la madurez a ritmos forzados, habida cuenta de lo que la rodea. En este sentido, es fundamental atender a todo lo que se nos cuenta en la última escena, incluso mediante la propia posición de la cámara: no sólo La luz de mi vida ha llegado exactamente a donde se planteaba desde el principio, es que lo ha hecho desde el tacto y la agudeza, sin subrayar ni masticar, tornarse obvia o pecar de peliculerismo.
Puede que no sea el colmo de la originalidad en términos generales, pero la nueva propuesta de Casey Affleck confirma la existencia de un cineasta de envidiable gusto cinematográfico, sensibilidad como guionista, y excelentes conocimientos del poder narrativo de una cámara bien situada.
Vamos, que La luz de mi vida es una joya.
Trailer de La luz de mi vida
Valoración de La Casa
En pocas palabras
Casey Affleck escribe y dirige un minimalista cuento de ciencia ficción en el que prima la relación entre un padre y su hija tras haber perdido a su madre. Una sentida parábola sobre la pérdida, la madurez y el amor, hecha con tacto y buen gusto.