Crítica de Matterhorn
Avalada por un exitoso paso por varios festivales de perfil medio-alto -incluido algún Clase A-, Matterhorn supone no sólo una refrescante brisa europea a nuestras carteleras desde latitudes poco habituadas a estar presentes en ellas (esto llega de Holanda) sino especialmente un toque de atención hacia un nombre, el de Diederik Ebbinge, que debuta en el largo cinematográfico tras haber pasado por la realización televisiva y haber contabilizado ingentes horas de vuelo en calidad de actor. Y ojo que su llegada representa una muy agradable sorpresa. Ebbinge parece tener bastantes cosas interesantes por contar y, más importante, parece tener muy claro cómo contarlas. Si por algo sorprende su debut de entrada es por una interesante personalidad visual, única y al mismo tiempo reconocible, familiar, y por una notable seguridad escénica. El director imbrica con fluidez forma y fondo y entrega una historia bien narrada y con un acabado innegablemente bonito. Concretamente la de Fred, un tipo serio, un rígido hombre de religión, calvinista para más señas, que lleva un tiempo viviendo solo tras haber fallecido su esposa y haber repudiado a su hijo. Y al que se le aparece un buen día otro hombre, Theo, un aparente desclasado que apenas habla y parece pasarse por el contraforro las normas de comportamiento establecidas, y a quien termina acogiendo en su casa. Desde ese momento, la vida de Fred dará un giro progresivo. Su consciencia religiosa irá reposicionándose y su inconsciente se irá imponiendo mientras los recuerdos reflotan y su responsabilidad y humanidad cambian de signo.
Historia, pues, de liberación y de desprendimiento de la auto-represión. Con la llegada del buen salvaje el abismo entre la bondad y la intolerancia se extrema y mientras caen algunos prejuicios (los de Fred) crece la incomprensión y el malestar (los del resto de la sociedad). Al fin y al cabo esto habla de la ruptura de las convenciones sociales, de cómo en ocasiones hay que plantar cara a lo establecido, pero también de gente que quiere sobreponerse a su soledad y que sólo lo lograrán deshaciéndose de sus prejuicios. Pero cuidado, no estamos ante una película aleccionadora ni mucho menos un alegato buenista y edulcorado entorno a algo así como el kindness of strangers. Al contrario, Matterhorn exhibe una cierta veta freak que coloca su costumbrismo de paredes de papel pintado en un lugar eminentemente incómodo. Los barrios suburbiales que describe pueden parecer un tanto lynchianos (circa Terciopelo azul), la languidez falsamente colorista la del último Kaurismäki y los mecanismos de comportamiento social y las relaciones humanas están obviamente más cerca de la incomodidad europea que de la complacencia de algunos productos norteamericanos. Al fin y al cabo esto es más afín a cierta comedia francesa, británica o -especialmente- al drama escandinavo que a la espectacularidad sentimental de Rain Man. Y obviamente la mirada hacia la iglesia como institución controladora y represiva es considerablemente ácida, mientras la descripción de las clases altas está pronunciada desde una ironía sangrante. Desde la puesta en crisis de las apariencias, describiendo con sorna esas clases estiradas y aburguesadas, de valores rígidos y fuera de tiempo, anegadas de pompa y circunstancia e incapaces de salir de un hilo musical de Bach sonando 24/7 en los reproductores.
Esto es, pues, un cuento sobre la necesidad de abrir miras y rendirse a los propios anhelos y deseos, un relato de cuestionamiento de fe y, especialmente, una película sobre la amistad a toda costa. Pero en cualquier caso Matterhorn no pretende sentar cátedra y se postula como una película aparentemente pequeña y modesta. Ebbinge prefiere que su breve historia quede bien recogidita y acabada y para ello articula una puesta en escena agradable, resultona y enriquecedora. Sus esforzadas composiciones de plano basculan entre el naturalismo orgánico y un artificio más tendente al estatismo y la simetría. La fotografía de tonos pastel acoge a sus personajes en un entorno entre la falsedad y el lirismo. E incluso la descripción física de estos parece obedecer a cuestiones más expresivas que puramente narrativas: en algunos momentos el desgarbado y extrañado Fred casi parece visualmente inspirado en el monsieur Hulot de Tati. Echan el resto la estupenda compenetración de ambos personajes, excelentemente interpretados por Ton Kas y René van ’t Hof, y el toque de humor tierno, absurdo o simplemente extraño que va goteando casi imperceptiblemente de esa relación entre dos tipos fuera de su sociedad.
De alguna bizarra y deliciosa manera, todo ello configura la feelgood movie menos confortable de la temporada.
7’5/10