Crítica de Medianeras
Abrimos con una colección de imágenes estáticas sobre una voz en off. El acento, casi inconfundible, nos sitúa en Argentina, pero lo que vemos es traspolable a casi cualquier centro urbano del mundo: Una a una, una miríada de fachadas de edificios desfilan ante nuestros ojos, mientras la voz desgrana el variado talante del ciudadano bonaerense. Cada tipo tiene un edificio. Cada personalidad un reflejo en el mapa urbano (y psicológico) de Buenos Aires. Y oigan, la metáfora funciona: está bien realizada y tiene gracia, aunque resulte algo simplona e incluso trillada. Todo ello se puede aplicar a Medianeras.
Mariana (Pilar López de Ayala) y Martín (Javier Drolas, y aquí el corrector de mi Word convierte el apellido en “drogas”, bravo) son dos treintañeros en la ciudad. Aunque son vecinos no se conocen, perdidos en el enjambre de la urbe, y sin embargo tienen mucho en común. Tímidos hasta el tuétano, con oficios del nuevo milenio, sus viviendas unipersonales están decoradas con un ejército de elementos de la cultura popular (y de la democratizada). Ambos salen de una experiencia sentimental desastrosa, de aquellas que te entierra mentalmente por una buena temporada y, a veces, para siempre, y todo intento de sacar la cabeza bajo el ala, de reconstruirse desde dentro, parece condenada al fracaso. Están hechos el uno para el otro, pero Buenos Aires es enorme, hay tanta gente que es fácil no llegar a conocer a nadie, y te puedes sentir muy solo en medio del ruido…
Sobre esta base, el debutante Gustavo Taretto levanta una cinta que puede entenderse como una piedra más en la pared del cine contemporáneo. Cuando pase un cierto tiempo, cuando todo lo que tiene que arreciar lo haga de una vez, tendremos que sentarnos y empezar a estudiar el nuevo cine urbano, el que entiende el costumbrismo desde la perspectiva del asfalto. Hace 70 años, cuando pensábamos (bueno, pensaban) en el cine como reflejo de las angustias y miserias del ciudadano de a pie, uno podía poner en la balanza a Frank Capra y King Vidor, en un lado, y al cine negro de la Warner, en el otro. Pese a las diferencias formales entre todos ellos, sus historias, y los personajes que les daban forma, todos estaban marcados por las grandes crisis de principios del siglo XX. Las luchas sociales, los movimientos de construcción democrática y el crack del 29 eran moneda común en las tramas o en su trasfondo.
Hoy, en la era de las grandes redes sociales, las problemáticas han mutado, y aunque aún se perciben ecos de los ancestros, el aislamiento se ha instalado en la sociedad urbana, sustentado en la paradoja de la preponderancia de los medios de comunicación: más comunicados, más solos. Este mapeado de las dolencias y las patologías emocionales puede ir más allá de la constatación de un problema. A menudo, lo que nos ofrece la ficción es la capacidad de fabular modos de vivir nuestro presente que actúen como alternativas a lo que hacemos. Si nuestra situación es lo que hay, al menos tenemos el inestimable consuelo de verlo con ojos ajenos, desde la óptica de caracteres afines pero diferentes, con la perspectiva de, si no sacamos un aprendizaje, al menos no nos sentiremos tan solos ante la adversidad. Solo por ello, una propuesta cinematográfica llevada con cierta pericia merecería nuestra atención.
En este contexto, Medianeras incide en el retrato de dos individuos expuestos al espectador desde sus filias y sus fobias. Dos jóvenes que, lejos de embarcarse en ningún viaje de transformación o en la resolución de un conflicto claramente establecido, pasan los días concentrados en la rutinaria búsqueda ya no de la felicidad, sino de una mínima estabilidad emocional. Bosquejos de adultos atrapados en un mundo de Wally, y la metáfora es recurrente en el film hasta su clímax.
A ritmo de buena música y un apreciable gusto por la composición, Taretto expone rutinas y lugares comunes con cierta gracia, sin caer en exceso en la afectación. A fin de cuentas, estamos ante una comedia con un cariz dramático, sobretodo si hacemos caso al maestro: Billy Wilder decía que una comedia es una sucesión de desgracias con una victoria inesperada. La frase (preciosa) sirve para el caso que nos ocupa cuando apreciamos que, tras el relato de la más jodida de las soledades se esconde un tono liviano, un cierto cariño por los personajes y por sus pequeñas miserias que facilita nuestra identificación con ellos. También lo hace la amplia colección de referentes culturales de que se nutre la película, a medio camino entre la complicidad intelectual y la obviedad repelente, pero suficientemente simpáticos para ganarse finalmente nuestro favor. Pese a los momentos de ñoñería a los que parece abocar toda la historia, a las situaciones impostadas y a una conclusión un tanto precipitada (contradictoria con la lenta construcción de acontecimientos esgrimida hasta entonces), el resultado general es agradable a la vista y al oído. Simpática, suficientemente entretenida, pero al mismo tiempo capaz de poner en pantalla personajes creíbles e identificables, no demasiado complejos pero efectivos. Medianeras funciona bastante bien como opera prima. Entre sus valores se cuenta el de poner en el mapa a un realizador que, si logra sacudirse las deficiencias del relato, las escenas enmascaradas en un falso esteticismo de existencialismo cool, puede levantar proyectos interesantes. Solo le falta encontrar una voz propia, sin renunciar a todos los elementos formales y de fondo que exhibe en este filme. Solo necesita limpiar redundancias y calcos innecesarios, pero la mitad del camino está hecho. Y eso es más de lo que pueden decir la mayoría.
6/10
Por Manel Carrasco