Crítica de Los mercenarios 3
Qué alegría cuando supimos que a Los mercenarios 3 se sumaban nombres como los de Harrison Ford o Wesley Snipes (vale, sí, pese a la baja de última hora causada por Bruce Willis, quien se lleva no pocas puyitas a lo largo de todo el metraje que nos ocupa, por cierto). Más madera, que diría aquél. Pero es que la alegría, en verdad, había llegado antes; en concreto, en algún momento entre ese avión reventando contra una mina, y los títulos de crédito de Los mercenarios 2, la anterior, la de Simon West, la que supo perfectamente cómo engatusar al respetable para disfrutar como un jodido bebé de un espectáculo tan absolutamente desfasado como, al fin, autoconsciente. Sabedor de lo descabellado de toda la propuesta, algo que ni el propio Sylvester Stallone había sido capaz de reconocer con la primera y muy lo-fi entrega. La segunda fue el plato fuerte, el no va más. Una gozada plagada de chistazos impagables, de desvergonzado repaso de lugares comunes del cine de acción de hace un par o tres de décadas, y de sesentones dándolo todo como si de un equipo de Stathams se tratara. Hasta se hacía mofa de las nuevas generaciones de tipos duros, ventilándose en un santiamén a su principal abanderado, Liam Hemsworth… para cuando el dichoso avión, ya nos tenía encandilados. Todo, pues, pintaba de vicio para esta tercera acometida de ancianos sacados de su habitual bañera de formol, con más invitados a la fiesta y eso sí, con un cambio de cromos a los mandos de la dirección (de West, responsable de Con Air a Patrick Hughes, de Red Hill) que sobre el papel no debería invitar a más que a un arqueamiento de ceja. Sobre el papel. Y es que al final su presencia en la fiesta ha venido a ser como la del típico asistente que se trae la guitarra y hace parar la música para que el resto nos veamos obligados a atender a sus acordes: no es el máximo responsable de que la velada salga bien o mal, pero sí le resta algunos enteros.
La guitarra de Hughes tiene la forma de una dirección sosa e impersonal, tremenda y vertiginosamente vulgar. Y la fiesta, en realidad, tres cuartos de lo mismo. Es curioso que siendo el bueno de Sly quien vuelva a firmar el guión (o parte de él al menos), haya dado un paso atrás cuando se daba por hecho que la lección había sido aprendida a base de un sonoro mamporro en esa bocaza suya, con autocrítica incluida (él mismo reconoció que su error en Los mercenarios había sido abarcar demasiado). Vamos, que la cosa ha vuelto a salir medio rana por errores que se creían olvidados, y cuando estaba claro que si acaso, esto sólo podía ir hacia arriba. Bajona, sí, pero quizá la culpa sea nuestra por pretender demasiado, que en realidad no deja de una reunión jubilosa de la que se nos hace partícipes, y en estos casos tampoco hay que buscar los tres pies al gato con tanto esmero. Eso y que, por mal que haya salido, a los mínimos de la primera entrega tampoco se llega porque a estas alturas, con los 70 más cerca que los 60 y el modo reencuentro activado, ciertas formas salen de manera automática: la relación entre Satham y Stallone, entre éste y Dolph Lundgren o entre el rubio de tres metros por dos y Randy Couture; el encontrnazo de hormonas de la tercera edad traducido en dimes y diretes (auto)paródicos; las coreografías imposibles y los excesos de balazos y explosiones… todo ello ya va por inercia, director con personalidad al frente o no, y nosotros que lo aplaudimos, pues es lo que venimos a ver, puñetas. Así que en verdad, cuando Los mercenarios 3 arranca con la habitual misión inicial, todo fuego, tiros pero sobre todo rostros conocidos de vuelta de todo… motivos de queja, pocos. Ojalá hubiese seguido así el convite.
El problema real de esta tercera entrega está en su hora, larga, central. Pero porque se traiciona a sí misma al abandonar a los viejos en pos de un equipo de jovencitos que le importan menos que cero a todos y que condicionan, y de qué manera, ritmo, diversión, empatía y argumento. La cosa va así: en un dechado de innovación, el equipo de superagentes/lo-que-sea se topa con un enemigo mortífero de garrafón y se requiere (por motivos que aquí no se desvelarán aunque ya podemos ir avanzando que la originalidad es pareja al argumento) la inclusión de sangre fresca en el equipo. Arranca aquí una película distinta, una vulgarcísima cinta de acción al uso más cercana a un exploit de las últimas entregas de Misión: Imposible, que quema infinidad de minutos presentando a uno y otro miembros por la vía más burda (el que escala, el díscolo, la chica) para después ir a parar al habitual ‘viejos = músculo VS jóvenes = tecnología’. ¿Tan previsible y vulgar como toda la saga? Sí, pero sin Ellos. Y esto no es lo que hemos venido a ver.
Suerte de un hiperactuado Antonio Banderas que, en medio de todo este periplo que emprende Stallone (guiado por Kelsey Grammer) por un mundo de sangre fresca que le va grande, constituye el único resquicio de lo que hace de Los mercenarios… Los Mercenarios. Unos Mercenarios que vuelven por sus fueros a eso de la hora y veinte para, afortunadamente, recuperar sensaciones, traducidas en más inside jokes y momentos de garrula brillantez (atención al gag que protagonizan Schwarzenegger y Jet Li; a los mamporros del final o a su posterior carrera). Llegan tarde, ya cuando poco importa del argumento ni de la película en general, pero permiten que el espectáculo retome el vuelo de cara a un climax tan vulgar y descafeinado (la violencia visual explícita brilla aquí porsu ausencia) como todo lo visto anteriormente, pero respetando la única norma de este juego al que todos hemos acordado participar. Y es que a ver si le entra ya en la mollera al bueno de Rocky Balboa, que no estamos aquí para ver una película de acción y ya. Para eso están las mil un propuestas basuriles que cada integrante del reparto de esta película estrena por separado.
Trailer de Los mercenarios 3
Valoración de La Casa
En pocas palabras
Tras una segunda entrega que dejó un muy buen sabor de boca, Los mercenarios 3 se acerca de nuevo a las tibias sensaciones de la primera y olvidable parte.