Crítica de Miel (Miele)
No deja de resultar curioso el encuentro en carteleras de la oscarizada Dallas Buyers Club con Miel, que se estrena por aquí a año y pico de su primera aparición en cines italianos. Y es que al igual que Matthew McConaughey, Jasmine Trinca, protagonista del que supone el debut tras las cámaras de Valeria Golino, se ve obligada a viajar hasta México para traerse de vuelta a Italia fármacos (o similar) ilegales para ayudar a enfermos. Claro que hasta aquí llegan las comparaciones, pues allá donde el texano seropositivo empleaba tales sustancias para ayudar en la vida, Irene (Miel es su alias en este turbulento negocio) las emplea para la muerte, ofreciendo a enfermos graves o directamente terminales la posibilidad de poner fin a su sufrimiento de manera definitiva y tan ilegal como imposible de rastrear. Y allá donde el primero se monta un tinglado empresarial de agárrate y no te menees, la segunda se mantiene (lógico) en las sombras, del mismo modo que la película construida a su alrededor jamás busca las grandilocuentes moralejas de la hollywoodiense y opta por un plano infinitamente más próximo.
De hecho, a Golino, que también firma el guion junto a Francesca Marciano y Valia Santella (inspirándose en una novela de Mauro Covacich), ni siquiera parecen interesarle demasiado las cuestiones morales, nada de debates sobre eutanasia sí, eutanasia no. En vez de ello, estudia a su protagonista, la remueve por dentro colocando la cámara a escasos centímetros de ella (tan sólo al principio se establece una cierta barrera entre ella y el espectador: la vemos primero reflejada desde una puerta de cristal, para después abandonarla por unos instantes con su atribulada soledad mal camuflada con un iPod en un oscuro pasillo; suficiente). Y así, el espectador descubre a esta endulzadora de la muerte primero con cierto recelo; y la acompaña de la mano cuando de manera inesperada se da de bruces con la trascendencia de sus actos, que hasta el momento le afectaban más bien poco. Hasta se recreaba en ellos, de hecho, ofreciendo a sus clientes la posibilidad de seleccionar la música que prefieran, mirando hasta el final cómo se quitaban la vida, con los ojos pétreos y para acabar la noche de fiesta. Ocurre, ese golpazo repentino contra la realidad, cuando conoce a un paciente en concreto, que le trastoca los planes al tiempo que pone en evidencia lo irrisorio de sus principios morales. Muy del gusto de la Coixet, todo ello. Claro, que evitando los excesos emocionales de la catalana.
Por el contrato, Golino logra dar con la fórmula perfecta, partiendo de un argumento que quizá se aleje de lo cotidiano (o acaso habla de una realidad que desconocemos) para caer de lleno en un derroche de sutileza y de tacto, llevándose enseguida hacia terrenos conocidos por todos. Crisis existencial, evolución progresiva (atención a la mirada de Miel cuando vuelve a fijarla en un paciente) y al poco, un espectador absolutamente identificado con Irene/Miel, sintiendo en sus propias carnes la angustia de un teléfono en el que salta constantemente el contestador, o incluso los líos de faldas que poco tienen que ver con el tema principal del entramado. Claro, con una actriz perfecta para el papel. Y claro, con una dirección acorde con todo ello: el estilo de la directora novel se va haciendo más y más evidente conforme pasan los minutos, aglutinando momentos francamente interesantes (esa noche con Grimaldi, los sueños) con otros en los que la cámara hace de espía.
Estimulante debut, en definitiva, que nos presenta a una cineasta con posibilidades y, por lo visto, con una voz muy distinguible a la que habrá que seguir la pista. Si bien Miel quede lejos de la perfección (el tufillo a Elegy o Mar adentro asusta más que otra cosa), nadie puede negarle un espíritu potente y refrescante, para una propuesta sólida y emotiva, pero alejada de facilidades lacrimógenas tanto como de debates y polémicas que, simple y llanamente, no vienen el caso. Bien.
7/10