Crítica de Miel
Nadie dijo que fuera a ser fácil. Con lo jodido que debía ser nacer (como morir, pero al revés, dicen) luego uno va y se encuentra con un montón de cosas inexplicables de un mundo eminetemente adulto y una vida extraña extendiéndose por delante hasta donde llega la vista. Por eso, filtrar el mundo a través de los ojos de un niño siempre ha sido un recurso estilístico (especialmente en el cine) de interesantes resultados y, paradójicamente, grandes conclusiones universales de tamaño inversamente proporcional al del personajillo en cuestión. Y sí que es cierto que se le tensa a uno un poco la cara en modo «media sonrisa» cuando echa un poco la vista atrás a su cinefilia (sea la que sea) para encontrarse, pues eso, con esas personitas que han ido poblando la historia del séptimo arte a lo largo de estos ciento y pico años. El primer Antoine Doinel, Zazie, el pequeño del globo rojo, la Ana de Erice, la Alicia de las ciudades, el Ahmed de Kiarostami, Kikujiro en verano, son personajes que se resisten en desaparecer de la memoria de uno en cuanto se han instalado en ella, no sé bien si por un proceso en el que, entre otras cosas, interviene la identificación propia. Una memoria en cualquier caso que resulta ser el mismo terreno emotivo al que probablemente pueda llegar a acceder este Yusuf infantil que ahora nos llega protagonizando su propio tercio en la trilogía que recibe su nombre.
Me explico algo mejor; por contextualizar, estamos ante un tríptico (completado por las anteriores «Huevo» y «Leche«) firmado por el director turco Semih Kaplanoglu, una trilogía con pretensiones testimoniales que busca reflejar «el cambio en la vida social y económica de las provincias de Anatolia», siempre en el marco de una relación maternofilial apoyada en la pareja que componen Yusuf y su madre. Lo curioso de la cuestión es que el personaje de Yusuf ha ido rejuveneciéndose a lo largo de la serie hasta llegar al momento en que ahora se nos presenta. Que es cuando entra en juego este mecanismo de «inocentización» de la mirada: «Miel» toma a su personaje como centro del relato y hace bajar la cámara de su autor un metro y medio, justo hasta la altura de la perspectiva de un niño de seis años. Y casi lo pone como el «punto cero» del personaje, el momento desde el cual empieza a construirse, despojado ya de casi toda contaminación adulta…
«Miel», pues, es la historia de lo cotidiano visto por Yusuf, su integración en un mundo (el de la Turquía rural) que le queda un poco grande aún. El chaval es demasiado introvertido como para encajar siquiera en el grupo eufóricamente homogéneo de sus compañeros de clase. Casi hasta para pertenecer a un seno familiar: siempre retrotraído, siempre desde una cierta postura de fragilidad, Yusuf se mueve entre silencios que rompe apenas para hablar con su padre, sólo entre susurros y bajas voces.
Se establece en «Miel» esta relación padre-hijo (aquí, al contrario que en las anteriores entregas, la madre de Yusuf funciona como mero apoyo familiar) basada en el cariño y la admiración (respectivamente) en virtud de la cual Yusuf ve en su padre a aquél hombre misterioso sabio y omnipotente. Y el otro ve en él un lienzo en blanco, una persona aún por construir y el próximo eslabón en la cadena familiar.
Con plena coherencia, Kaplanoglu construye su relato a partir de anécdotas mínimas (Yusuf quiere conseguir una especie de placa de buen estudiante en la escuela; su padre, recolector de miel, debe emprender un viaje allá donde están –o se supone- las abejas cuya migración amenaza con dejar en la miseria a las familias de colmeneros) y lo mueve entre silencios, en voz queda, con baja cocción. Prestando atención al detalle, planificando con un admirable sentido estético y desplegando los elementos emotivos de forma morosa pero natural y, a la postre, eficaz.
Mostrando unos personajes que no viven en la naturaleza, sino que conviven con ella y echando mano de una colección de hermosos planos generales casi estáticos, alargados en el tiempo, en los que ese entorno natural va literalmente abrazando al personaje a medida que se aleja en el horizonte… idea que tiene su culmen en ese plano de Yusuf yaciendo entre las raíces de un gran árbol que lo arropan.
Obviamente estamos ante una película para paladear sin prisas y dejándose llevar por su cadencia y por la belleza que contienen sus imágenes, inevitablemente comparadas en varias ocasiones con, entre otros, el cine de Victor Erice. Cierto. Pero quizá lo es no tanto por su apartado puramente formal (Yusuf susurra, y en ocasiones mira, como Ana Torrent en “El espíritu de la colmena” / la planificación en los interiores podría tener perfecta cabida en “El sur”) como por su fuerza simbólica: esa curiosidad infantil; la relación con un mundo adulto que a menudo se olvida de que los niños sólo son niños (algo del Kiarostami de “¿Dónde está la casa de mi amigo?”); la visión de la realidad como un mundo en ocasiones misterioso y fantasmagórico. La curiosidad y la inocencia, en fin. La mirada que capitaliza la atención del director hasta el punto de apoyarse en un juego de planos y contraplanos en los que vamos pasando con fluidez de los ojos de Yusuf a aquello que ve. Y nos liga directa y definitivamente al personaje.
«Miel» se agenció, con justicia, el Oso de Oro a la mejor película en la última berlinale, donde un demasiado escaso público se dejó seducir por esta pequeña maravilla del cine moderno. No hay que lamentarse en exceso, este tipo de cosas ocurren: a pesar de ser poca amiga de las grandes masas, «Miel» es una película preciosa y edificante.
8’5/10
`Miel´ es visualmente hermosa, con una intención poética, dotada de sensibilidad y ternura. El bosque, descrito como un lugar misterioso, adquiere una condición casi mágica. La sencillez de lo cotidiano, en apariencias ausente de acción, encuentra en el relato directo e íntimo la vía para generar el drama. Sin embargo, la acción se mantiene paralizada como las aguas de una charca. El viento en la historia se mantiene en una quietud casi total. El guión no parece avanzar en ninguna dirección. En ésto reside el principal problema de la cinta: la incapacidad de generar el dinamismo que se le echa en falta en muchos momentos.
Dejo la crítica que publiqué en mi blog para quien le interese:
https://www.chansonsdamour.es/2011/01/critica-miel-2010-de-semith-kaplanoglu.html
Un saludo!