Crítica de Miradas de amor
Y eso que las cosas empiezan bien. En un arranque algo pretencioso pero acertado, Rubini se dirige a su audiencia para explicar lo que va a pasar en lo que está a punto de ver, como si de una obra teatral se tratara. Y no es en balde, puesto que de hecho, su historia sobre una mujer muy joven que deja a su pareja de toda la vida tras enamorarse de un chico mucho más acorde con su edad, genera sensaciones muy de drama para escenarios; y la caracterización del hombre a quien abandona, un marchante de arte que es a la vez serpiente y manzana para el joven escultor que le ha robado a su chica, casi parece sacada de un alumno aventajado de Shakespeare. Es más, las propias sensaciones que se desprenden desde un primer momento, que dejan intuir el drama en el que poco a poco va cayendo Miradas de amor, no da pie a demasiadas dudas. Comienzo francamente interesante, por tanto, que sin embargo pierde fuerza cuando pasados 20 minutos, empieza a vérsele el plumero.
El problema reside en lo básico de su libreto. Ocurre todo de manera demasiado planificada, no hay lugar para la espontaneidad. Causa-efecto, causa-efecto; de A se pasa a B para llegar a C. En ocasiones se llega incluso a forzar la máquina de tal manera que la propia credibilidad del film es la que acaba pagando el pato: la escena de la comida con el amigo del escultor, aquella en la que él oye como se ríen de él a sus espaldas, la puñeta que le da en cuanto se le sube la fama a la cabeza… Todo demasiado sencillo y cerebral, suficiente para que a fin de cuentas, el espectador sienta más bien poco apego, y lo vea venir todo desde lejos. Porque sí, hay alguna resolución inesperada, pero en todo caso no desvía de la consciencia de que esto tiene pinta de acabar como el rosario de la aurora. De hecho, el propio film va mutando poco a poco hacia un nuevo referente: sin apartar nunca al dramaturgo inglés del teleobjetivo, de repente Rubini apunta a otro autor radicalmente distinto (o no), como es Alfred Hitchcock. Casi nada. La banda sonora, la precipitación de sucesos y algún que otro giro de guión disfrazan a Miradas de amor de thriller pasional (o así) en el que parece que en cualquier momento vaya a salir James Stewart a resolver el entuerto. Referente obvio, el del maestro del suspense, al que cabe añadir un puntual homenaje a las persecuciones por Venecia de Amenaza en la sombra que definitivamente desvelan las intenciones de la película.