Crítica de La mitad de Óscar
De haber transcurrido en el norte probablemente a Nacho Vegas le habría gustado haber escrito la banda sonora (de todos modos inexistente) de «La mitad de Óscar». Pero ese malditismo encerrado entre el salitre y las olas del mar, entre las dunas y el viento cortante no se inscribe en el Cantábrico, sino más bien en un Mediterráneo que baña el Cabo de Gata y que bien mirado quizá podría tener algo de Los Planetas de «Mi hermana pequeña» pero con la condena del silencio de por medio. Casi seguro que de lo que tiene es de Manuel Martín Cuenca, el director originario de esa Almería que sirve como marco y testigo de la soledad del Óscar del título, encerrado entre sí mismo y con maniobras de escapismo reducidas al trabajo, al sexo con una amante extranjera, a las charlas con un ex-empleado de su trabajo y a los cuidados de su abuelo vegetal.
Hasta que el pasado reflota, su hermana María vuelve a su vida y se trae novio forastero, futuro hijo y un puñado de recuerdos remojados en secretismo.
Martín Cuenca enfoca la historia de Óscar desde el silencio, desde la introspección. «La mitad de Óscar» empieza ahogada en su propio hermetismo, en su apatía autista, que no deja de ser la del mismo protagonista, un hombre al que se le escucha poco pero se le intuye mucho. Poco a poco iremos intuyéndole más aún, y su mundo irá perfilándose con el regreso de su anterior vida, que traerá con ella el recuerdo de los antiguos escenarios. Aquellos montes escarpados, azotados por el viento y que últimamente habían sido intercambiados por las secas y contemplativas montañas de sal de las salinas donde Óscar trabaja como segurata. Los planos generales diáfanos y luminosos, casi de western, irán dando pie a otros planos generales: los de los acantilados y las playas, poblados de contraluces y permanentemente taponados por el ensordecedor ruido de las olas. El western mutará hacia lo crepuscular, y el relato existencial tomará un cariz como de sutil drama negro.
Y poco a poco Óscar irá dando paso a sus demonios internos, los que María había conseguido aplacar para sí pero que están ahí presentes y probablemente nunca lograrán desaparecer. Buena prueba de ello es el último plano en que aparece Óscar y que da fe de la la auténtica relación de María y su hermano: Óscar es una enorme mancha de tinta que nunca desaparecerá completamente de las manos de ella.
Pero antes de todo eso la película ha experimentado una especie de giro, una pequeña fuga folclórica si se quiere. Esa que ha dado la medida de cómo es Óscar rompiendo con el tono general y enfrentándolo a un taxista lenguaraz que más tarde se va a revelar como el principio del fin. Extraño momento en el que el claroscuro (literal) practicado por Martín Cuenca llega a su paroxismo: ya apenas conseguimos distinguir las facciones tanto de Óscar como del taxista, en permanente escorzo. Y apenas podemos distinguir el silencio, capado por la incontinente verborrea irritante del conductor.
Inicio del clímax del relato y de la progresión estética que maneja «La mitad de Óscar», llevada durante toda la película con garbo por su director, que además maneja el tempo moroso, reptante, y lo moldea a su propia voluntad, ralentizándolo (planos dilatados casi hasta exasperar) o acelerándolo (elipsis y hasta una última escena totalmente desencajada argumentalmente…. y aun así cien por cien coherente). Arriesgando siempre a dar su propia visión de lo que es narrar con imágenes, alejada casi diametralmente de lo que solemos entender por «cine español»: esto está desde luego más alineado con Marc Recha y Albert Serra que con Icíar Bollaín y Fernando León. El triunfo del compromiso con una idea, con un ideario personal y con el cine como vehículo total para expresarlo, más que con unas convenciones o con un espectador estándar, acostumbrado a ver «historias complejas con abundantes diálogos».
¿Un cine poco amigo del público, pues? En absoluto, más bien poco amigo de los prejuicios. La historia que cuenta «La mitad de Óscar» es sencilla y directa a pesar de presentarse de manera esquiva. No hay más que sentarse ante ella y abrir uno su espectro receptivo para llegar a contaminarse de su tono melancólico y un puntito oscuro. De su desnudez brutal. De su olor a brisa de Nuevo Cine Español, más que un soplo de aire fresco, un vendaval. Y de Levante, para más señas.
8/10