Crítica de Molière en bicicleta (Alceste à bicyclette)
Igual es una manera de labrarse una personalidad y una voz propia en el cine galo contemporáneo, pero el caso es que tras Las chicas de la sexta planta el realizador Philippe Le Guay sigue -variando la temática- con sus retratos amables, a medio camino entre la comedia y el drama, de personajes vivaraces, más o menos sarcásticos, situados en un punto vital que les supone un cruce de caminos. Hay una cierta coherencia estilística entre ambas, la del no-estilo, y una ligera continuidad en el tono, suave y sin estridencias, cordial y a ratos un poco (muy poco) incisivo. Pero también una innegable capacidad para conectar con el público, su público, ofreciendo un producto agradable de ver, que da que pensar lo justito y además tiene algún añadido extra, preferentemente en el terreno interpretativo. En este caso concreto, el duelo que se establece entre los personajes de Lambert Wilson (nunca lo suficientemente reconocido) y Fabrice Lucchini (merecidamente alabado, especialmente en su anterior En la casa). El primero interpreta a un actor en pleno cenit de popularidad gracias a su participación en una telenovela de éxito, mientras que el segundo, también actor, está retirado y pasa sus días casi ascéticamente conviviendo con el desencanto por la profesión. Ambos, amigos, recuperan el contacto cuando Gauthier (Wilson) acude al retiro de Serge (Lucchini) para resucitar su carrera: lo requiere para debutar en teatro con una recuperación de El misántropo, de Molière.
Y la película queda planteada como un gran ensayo, construido a base de pequeñas luchas de ego o de amistad, de recuperaciones de recuerdos y de redescubrimiento de la camaradería. En cierto modo, esto podría entenderse como una versión descafeinada, conscientemente complaciente de La Venus de las pieles, solo que obviamente despojado del salvaje juego psicosexual y de la carga onírica de Polanski. No obstante como en aquella, en la de Le Guay los dos protagonistas van diluyendo los límites entre sus personalidades y la de los personajes que interpretan. Si Molière en bicicleta es una gran oda a la profesión de actor, que lo es, es porque nos recuerda cómo el buen intérprete es aquel que no se limita a recitar los versos (una constante en este libreto) sino también a hacer de su vida propia la de su personaje. Lo cierto es que, con la relación de ellos dos como centro gravitacional de la película (al que pronto se añadirá un satélite orbitante en forma de personaje femenino) su condición de perros viejos salidos de todo, pasados de ironía, anegados en el esnobismo y la presuntuosidad propia de los actores, esto puede hacer pensar también en The Trip. Por lo menos con aquella conecta en su aire de suave naturalismo marcado por los entornos de la campiña y en sus tête-à-tête que toman los interiores como campos de batalla.
En ellos, y a medida que se estrecha el cerco de confianza, van aflorando las circunstancias del pasado de ambos protagonistas, detalles desconocidos de su vida cotidiana y sus respectivas flaquezas y anhelos. Y a la vez se vierten discretas reflexiones sobre la vigencia del texto clásico y la necesidad o no de actualizarlo, sobre el choque entre la «alta cultura» (los versos originales) y la «baja cultura» (su adaptación al ámbito televisivo), sobre la vanidad y la humildad, sobre la dicotomía entre vida urbana y vida rural y de cómo esta se disuelve cuando hay algo más grande, en este caso la amistad y el teatro. Intenciones buenas, esfuerzos que siempre son de agradecer en comedias ligeras pero que, sin embargo, tampoco logran hacer sobresalir a la película sobre la media. Al fin y al cabo el director parece optar por ir a medio gas en todo (en la comedia y en el drama, en la descripción de los personajes y en la explotación de las posibilidades escénicas y dramáticas de cada secuencia) más que adoptar esa personalidad única y algo más extremada. En cambio ofrece una realización en general anodina que parece autojustificarse con el relativo olorcillo a cine de buen rollo.
Lo cual no va a ser suficiente como para hacer el producto perdurable, más allá del recuerdo de su público objetivo; ese de mediana edad que va en pareja una vez al mes y no pide nada más que un rato más o menos inteligente que luego pueda servirle como recomendación para las amistades entre el primer y el segundo plato de una cena un tanto previsible. Muy bien, nada que objetar a eso último, pero por aquí pedimos más.
6/10