Crítica de Monuments Men
Parece que cada uno de los actores que de una carrera interpretativa no necesariamente brillante van saltando paulatinamente al terreno de la dirección, necesitan de un plus de credibilidad, de una excusa más o menos intelectualizada para ser tomados en serio como autores. Clooney es una de las estrellas más rutilantes y perdurables del Hollywood actual, pero siempre ha sido más carismático que buen intérprete, y para su (muy válido) salto a la realización ha necesitado tirar de ese recurso. En su caso, el adscribirse al revisionismo cinematográfico, a aquella corriente de cineastas que miran al pasado con (el punto justo de) ira y evocan las formas de un cine perteneciente a otro tiempo. De este modo, de sus cinco películas como director hasta la fecha, por lo menos cuatro transcurren en el pasado –Confesiones de una mente peligrosa, Buenas noches y buena suerte, Ella es el partido, y Monuments Men– y tres de ellas rescatan esas formas cinematográficas pretéritas: Buenas noches y buena suerte el drama político de despachos de los 70, Ella es el partido la comedia screwball de los 30 y Monuments Men el drama de tintes bélicos del Hollywood clásico. Ha pasado el tiempo desde entonces, y Clooney hace acopio de todo lo que vino después (es muy rastreable en su última película una serie de tics formales de los 80), pero sí es cierto que su mirada está muy puesta en los grandes clásicos de guerra.
El director y su habitual co-guionista, Grant Heslov, parten de una novela homónima de Robert Edsel, que a su vez se basaba en un hecho documentado, para contar el expolio artístico nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Hitler había proyectado un ambicioso y faraónico templo, el Führer Museum, que acogería todas aquellas obras de las que Alemania creía ser propietaria. Miles de obras de artistas de toda Europa que debían ser saqueadas de sus respectivos hogares para ser transportadas en trenes hasta su destino. No obstante los guardianes del mundo occidental no iban a permitir semejante degüello cultural y en plena administración Roosevelt se pondría en marcha la Monuments, Fine Arts and Archives, una división de expertos que sobre el terreno se verían representados por soldados especializados en arte encargados de recuperar las pinturas y esculturas sustraídas. Un departamento formado por varios cientos de personas, reducidas a un mucho más romántico grupo de siete para la película de Clooney, suerte de reivindicación del patrimonio cultural, de la memoria artística, sobre la barbarie de la guerra. La tesis de Monuments Men es diáfana y, por supuesto, perfectamente válida, incluso necesaria: si nos despojan de nuestro legado artístico ¿qué nos queda?
Pero ¿semejante mensaje final justifica una película tan inequívoca (y torpemente) convencional? No del todo. Las intenciones del director son buenas, pero no encuentran una correspondencia sólida en la narración, de modo que pronto ese pretendido amor al arte aparece como una simple excusa de autoafirmación, una pátina un tanto quebradiza de humanismo forzado, autolegitimado además por una voice over del propio Clooney grave y forzada. La constatación: por muy esforzado que parezca este pelotón, por muy entregado que parezca a la causa, la película no transmite pasión artística. En ese sentido, podríamos equiparar la película a un título previo que funciona, en muchos aspectos como principal referente. Se trata de El tren, la película de John Frankenheimer en la que Burt Lancaster lideraba un comando encargado de sabotear un convoy repleto de obras de arte que emprendía su marcha hacia Berlín. La diferencia, que en aquel caso se trataba de una brillantísima película de acción mientras que en este otro el director no parece tener muy claro dónde centrar su interés. Desde luego, no en el terreno de la acción, ya que la planificación es especialmente poco cinética y la narración es notablemente pausada. Tampoco exactamente en el drama, puesto que sus palabras, aun estar tintadas de solemnidad, están pronunciadas (a veces a su pesar) con suma ligereza. Ni en la comedia, porque a ratos despierta simpatía, pero nunca comicidad.
Con todo, y sin ser un desastre, a la película le cuesta encontrar un tono al que agarrarse de manera fiable y termina como una especie de pastiche que aúna Los cañones de Navarone, El puente sobre el río Kwai, Doce del patíbulo, En busca del arca perdida, El pelotón chiflado y su referente argumental más obvio, la citada El tren. Monuments Men extrae de todos ellos su hálito aventurero, su aventura bélica protagonizada por un grupo de expertos, su aire de folletín bélico o su espíritu bufo, pero parece conformarse con, simplemente, guiñarles el ojo. Sin embargo, no logra articular bien todo ello con sus intenciones, que pasan por resultar en un espectáculo agradable y medianamente entretenido (lo es sólo en algunos momentos), y termina acusando un defecto de tensión dramática por culpa de una estructura demasiado compartimentada, casi episódica. Dicho de otro modo, a pesar de su aparente eficacia formal, a la película le falta cohesión y auténtica fuerza escénica y le sobra una pulcritud expositiva, bastante ajena a relaciones semánticas y a sugerencias: todo es exactamente lo que se ve en pantalla, porque Clooney no parece haber prestado demasiada atención a los posibles símbolos o metáforas. A excepción hecha, eso sí, de un muy meritorio uso de la elipsis y el fuera de campo que, acaso, emparentaría al realizador en cierto modo con el espíritu de Ernst Lubitsch.
Saco a colación al autor de Ninotchka para rescatar una idea plantada al inicio de esta reseña, la de la filia clásica. Si hay un propósito claro de Clooney a la hora de pergeñar una película como esta es convertirse, por lo menos durante un par de horas, en un moderno Howard Hawks. Más aún, en todo un Frank Capra del siglo XXI. No cuesta en esta ocasión ver en el físico del actor a Clark Gable, pero en quien tiene el ojo puesto es en James Stewart. El Stewart defensor entre irónico y grave de las causas perdidas, el americano perfecto capaz de aguantar un día entero de pie alimentado por un pequeño termo de café en pos de la verdad y la justicia. Este Clooney destila bonhomía y busca la pureza y la justicia ante todo y, obsesionado con remitir a los clásicos (la banda sonora de Alexandre Desplat en ocasiones se espeja en John Williams, pero en otras tantas lo hace en Max Steiner), se olvida de aprovechar sus herramientas para dar auténtica vida y autonomía a su película. En consecuencia, sus personajes están bien, pero sin apuntillar; la subtrama romántica entre Matt Damon y Cate Blanchett tiene buenas intenciones pero no remata con intensidad; en conjunto el reparto lleno de caras conocidas (Goodman, Murray, Dujardin) y alguna que otra fiera interpretativa (Bob Balaban) parece desaprovechado y nunca llega a cohesionarse como grupo.
Tampoco, en definitiva, llega a hacerlo esta bienintencionada (y algo patriotera) pero apagada película que vuelve a poner en cuarentena al George Clooney director, aún capaz de dar pasos dubitativos en una carrera llena de aciertos innegables pero, en términos generales, algo irregular.
5/10