Crítica de Nebraska

Nebraska

Alexander Payne da un nuevo paso, quizá no tan gigantesco como el que hacía hace un par de años pero en cualquier caso siempre adelante, con su nueva propuesta. Cierto, sería una estupidez ponernos a comparar esta Nebraska con la mayúscula Los descendientes, especialmente teniendo en cuenta que la carrera del realizador nunca ha necesitado de buenos títulos que compensen los malos, más que nada, porque no hay ninguno que lo sea. Pero se hace un poco inevitable ponerlas en paralelo, puesto que en cierto modo ambas hablan de temas similares, o enfocan la temática central del historial de Payne (la llegada de la edad, siempre presente) desde un mismo punto de vista: el salto generacional. Porque si bien Election, A propósito de Schimdt y Entre copas se enmarcaban en unos puntos delicados en la maduración de las personas (la adolescencia la primera, la vejez la segunda y la mediana edad la tercera), Los descendientes podría funcionar como una especie de cara A de la cara B que supone Nebraska. Podríamos hasta llegar a pensar que una es reverso de la otra: aquí el punto de vista no se sitúa en el padre para relatar la incomprensión hacia los hijos adolescentes sino en el del hijo (ya adulto) para llegar a comprender a su padre anciano.

Concretamente, esta es la historia de Woody, un anciano bebedor que está empezando a perder facultades a pasos agigantados, y de su hijo, con quien emprende -un poco a lo Alvin, de Una historia verdadera– un viaje de Montana hacia Lincoln, capital del estado de Nebraska. Un correo basura promete a Woody ser el recepetor de un millón de dólares, que cobrará en persona en la oficina central de la empresa, en realidad una cochambrosa vendedora de suscripciones a revistas. Lo que Payne propone, pues, es un desplazamiento físico en forma de road movie minimal, pero también, y especialmente, un viaje hacia el descubrimiento personal y de los lazos familiares. Casi una nueva revisión de La Odisea donde no faltará la entrada de amenazas en forma de una paleta de personajes que simbolizan las bajezas y mezquindades del ser humano. Allá por donde pasa, la promesa de la inminente fortuna de Woody hace brotar de entre la memoria a familiares arribistas y exsocios caraduras, ninguno de los cuales dudará en sacarle provecho al filón. Un retorno al pasado, o a la cara más oscura del mismo, que convierte este midwest americano en un hervidero de envidias y rencillas. Sin embargo, Payne no lleva sus planteamientos dramáticos hasta el paroxismo, sino que prefiere mantener su historia dentro de los cauces de la tragicomedia agridulce, melancólica pero al mismo tiempo divertida, a ratos francamente graciosa.

El director nos habla de un tiempo perdido en un paraje que parece extrañamente familiar, pero también ausente. Esa región semidesértica en impoluto blanco y negro que recorrían algunos personajes en el cine de los setenta (más que plausible la influencia del Peter Bogdanovich de La última película y Luna de papel) y que se convierte en escenario perfecto para una película que pretende calar los huesos más que cosquillear superficialmente. Que espiritualmente revisita las propuestas de Fresas salvajes entorno a la recuperación de los lugares pretéritos en la vejez, pero las lleva a un contexto puramente americana. El lugar donde se ha detenido el tiempo para tomarse una cerveza en los bares de carretera y charlar con los ancianos de la zona para lanzar reflexiones profundas sobre los lazos familiares, el afecto y el rencor. Saldar cuentas y, en fin, defender lo más necesario de todo lo que hay que defender: la dignidad de la persona, que al fin y al cabo es de eso de lo que habla, con mayor o menor sutileza, la película. De la dignidad de las personas que la merecen, y de la validez de trascender el materialismo para aferrarse a quimeras e ilusiones si con ello se alcanza esa dignidad.

Sin embargo, Nebraska no es perfecta. Quizá acusa un cierto grado de exceso de autoconsciencia, probablemente tenga demasiado claro a dónde quiere llegar, y los recursos dramáticos que utiliza pueden ser un tanto evidentes: alejada de la caricatura y de la pura fábula, algunos personajes secundarios parecen un tanto esquemáticos, y algunas situaciones no son capaces de mantener el fino nivel de ironía que recorre gran parte de la película. En esos momentos, los guionistas Bob Nelson y Phil Johnston incurren en una ligera vulgaridad, como si no pudieran evitar plegarse a las normas de la corrección y terminaran cayendo en la previsibilidad, o por lo menos capando un poco la frescura. Afortunadamente no es la norma de una película que por lo demás no sólo es ágil y sutil sino que además parece imbuida de una serena sabiduría expositiva. La que imprime toda la parte artística de la película, todos ellos en estado de gracia: una pareja protagonista de altura (Bruce Dern y June Squibb, acompañados además por un redescubierto Will Forte) que ofrecen un bestial catálogo de sentimientos y gestos matizadísimos. Phedon Papamichael facturando una fotografía elegantísima. Mark Orton firmando una inspirada y delicada banda sonora de corte folk. Y, a la cabeza de todos, un Alexander Payne infinitamente sutil, sensible y depurado que pese a no haber rubricado aquí la mejor película de su carrera ya se ha convertido en uno de los más relevantes realizadores americanos de su generación junto con Spike Jonze y Wes Anderson, sólo medio grado por debajo del monstruo Paul Thomas Anderson.

7’5/10

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Xavi Roldan empezó la aventura casahorrorífica al poco de que el blog tuviera vida. Su primera crítica fue de una película de Almodóvar. Y de ahí, empezó a generar especiales (Series Geek, Fantaterror español, cine gruesome...), a reseñar películas en profundidad... en definitiva, a darle a La casa el toque de excelencia que un licenciado en materia, con mil y un proyectos profesionales y personales vinculados a la escritura de guiones, puede otorgar. Una película: Cuentos de Tokio Una serie: Seinfeld

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