Crítica de Negociador
Para su tercera película como director Borja Cobeaga da un pequeño giro estilístico y al mismo tiempo, de algún modo, parece más él mismo que nunca: si bien claramente abandona el terreno de la comedia romántica por el que transitaron sus dos primeros y estupendos largometrajes, Pagafantas y No controles, Negociador se mantiene en esa línea de comedia parduzca que no duda en meterse en jardines políticamente inestables, los de la sátira contemporánea, vasca o no, con todas las implicaciones que ello representa. Obviemos su guión -compartido con Diego San José- para la muy floja Ocho apellidos vascos y centrémonos en esta otra vertiente. Desde No controles Cobeaga ha estado implicado como realizador y guionista en el cortometraje Democracia y como director en el piloto de Aupa Josu, ambos productos con una carga política y social considerable. Y en este contexto estrena Negociador, que vuelve a girar -como ocurría en Vaya semanita– entorno al carácter, contradicciones y tradiciones vascas y, claro, también entorno al conflicto. En este caso a través de esta especie de interpretación libre de las negociaciones que se llevaron a cabo entre un interlocutor del PSE y un enviado de ETA en el año 2005, transmutados aquí en dos tipos solos obligados a entenderse con la ayuda de un mediador y su traductora.
A partir de aquí Negociador se explica en sus propios términos. Y la sensación general, por lo menos la que tuvo quien escribe, es de desconcierto, de cierta incomodidad casi. Estamos ante una supuesta tragicomedia que hace del conflicto un tema sensible a la ironía; ya se sabe que la comedia en ocasiones es el mejor vehículo para asimilar las heridas y poder aspirar a una cura. Y al respecto no deberíamos tener ningún problema. Pero sí llama la atención el alcance del dispositivo cómico que pone en marcha Cobeaga: de alguna manera consciente o no Negociador no remata las situaciones potencialmente cómicas que plantea y no pisa hasta el fondo el pedal en los diálogos, que apuntan a cierta amargura sin herir de verdad y a cierta hilaridad sin realmente resultar tronchantes. Todo queda a medio gas, a medio exprimir, probablemente no tanto porque no ose llegar hasta el final como porque no le interesa. Desde luego el director apela a un tipo de humor soterrado, inherente a los personajes y las situaciones en los que se ven inmersos y evita explicitar los gags y plantear escenas cómicas que funcionen independientemente como tal. Obviamente ello puede dejar al espectador con una sensación de insatisfacción, pero al mismo tiempo resulta en una especie de marca autoral muy propia.
A su propio ritmo la película va desplegando una estructura narrativa extraña, descompensada y anticlimática centrada en un personaje que en ocasiones es motor, pero casi siempre víctima de los giros de la trama. Manu Aranguren se convierte en una improbable clave para la resolución de un conflicto de proporciones gigantescas y es en él en quien se centra la mirada del autor: a pesar del interesantísimo contrapunto del personaje de Josean Bengoetxea, al final la historia viene marcada única y exclusivamente por el punto de vista del negociador. Un personaje escrito con un cuidado infinito, un innegable mimo y un gusto por la profundidad y el matiz que encuentra fuerza, cuerpo, inteligencia, carácter y mirada en la soberbia interpretación de Ramón Barea. Con ello la película se convierte en un buen testimonio del problema terrorista -matizado y ajeno a enfoques maniqueos, hecho desde dentro por alguien que conoce el ambiente, las circunstancias y los pequeños resortes sociales y de comportamiento-, pero especialmente en una radiografía de las convicciones e ideas políticas y culturales. Y al mismo tiempo en una mirada a la soledad y a la renuncia de ciertos valores personales en pos de un bien mayor. Al final Negociador es la historia de un tipo muy particular, ajeno a contaminaciones sociales y (en el mejor sentido del término) chapado a la antigua.
Por otro lado este es el más depurado largometraje de su director. Su apartado formal está marcado por una realización muy autoral, llena de buenas ideas y detalles enriquecedores, con una planificación medida y un montaje expresivo. Cobeaga se aleja de una narración funcional y aporta un toque ligeramente postmoderno al asunto. Lo cual al final termina despejando cualquier duda entorno a las ambiciones y objetivos del autor: esto no es la reflexión cinematográfica definitiva sobre el conflicto vasco sino solamente (y ya es mucho) una mirada personal, sensible y detallista hacia una de sus múltiples caras. La más importante de todas: el factor humano.
7/10