Crítica de El niño 44 (Child 44)
Marchando una buena perogrullada: las películas muy pocas veces van de lo que dicen que van. Hasta el mayor blockbuster encefalogramaplánico tiene, o debería tener, un mínimo de subtexto que hiciera que un héroe de acción dispuesto a salvar el pellejo y el de su familia ante un terremoto en San Francisco, pudiese resultar empático para el más figaflor de los espectadores, al ver reflejadas en él tribulaciones, batallas internas o arengas para la superación de cuestiones mucho más cotidianas. Demonios, el propio terremoto debería entenderse (porque así debería estar escrito) como una metáfora para el deleite norteamericano, parábola sobre la reconstrucción del pueblo y el triunfo patriótico ante la adversidad. Está claro, ¿no? Por eso, habría que establecer con El niño 44 cierta distancia, separando grano de paja con tal de extraer sus mayores virtudes en detrimento de unas carencias evidentes, que a la postre la condenan a un resultado tibio habiendo rozado con los dedos un nuevo hito del calibre de El topo. Virtudes que radican, principalmente, en el verdadero argumento del film de Daniel Espinosa, adaptación para la gran pantalla de la novela homónima de Tom Rob Smith; y cuya onda expansiva afecta de lleno a un Tom Hardy que sigue evidenciando sus aptitudes para la interpretación cuando caballeros oscuros o autos locos del desierto se lo permiten.
Sobre el papel, la cosa va de un asesino de niños en la Rusia de Stalin. Un asesino que no puede existir puesto que en el paraíso no existe el asesinato, por lo que suele desviarse la atención con excusas que caen por su propio peso: que si un niño ha sufrido un accidente en las vías, que si otro se ha ahogado… Desinformación de la que se harta Leo (Hardy), héroe de guerra y ahora guardia de seguridad de la inteligencia soviética, que ya tiene suficientes problemas por su cuenta al deber lidiar con compañeros que le buscan las pulgas, dudas de traición por aquí y por allá, y cumplimientos del deber de dudosa moralidad. Todo ello en casi dos horas y veinte de excesivo metraje que se descompensa paulatinamente yendo de más a menos: curiosamente, cuando se desprende del resto de subtramas y se limita a la caza al asesino (desde el tercio final del segundo acto en adelante) es cuando se vulgariza y echa por tierra todo el trabajo previo, un mucho más estimulante drama (casi social) sobre la situación del momento y las tremebundas acciones que se llevaban a cabo en la URSS para preservar el ideal de gran patria que se pretendía inculcar. Toca distanciarse un poco, decía, porque de lo contrario uno se queda con el amargo regusto de tedio por un lado, y previsibilidad por el otro: sí, El niño 44 es lo suficientemente previsible como para contar con Gary Oldman en su reparto. Es una película con la sensación de haber sido ya vista en incontables ocasiones, dolencia contra la que Espinosa tampoco hace demasiado. Un filtro de colores oscuro y opresivo, un planteamiento formal por lo general clásico, pero de cámara temblorosa en unas secuencias de acción (pocas; peleas principalmente) que pecan de exceso de primeros planos, entendiéndose poco o nada de lo que se ve… y poco más.
Quedémonos mejor con sus virtudes, centradas en el estudio de los personajes en general, y del protagonista en particular. Un protagonista negativo, en el lado que no toca y que, por tanto, causa rechazo: vale, no es el peor de todos, pero sigue ejerciendo abuso de poder, solucionando con violencia cualquier situación de tensión, y acatando órdenes que implican el fusilamiento de personas. Un hombre de carácter duro, casado con una mujer que parece a todas luces infeliz y anulada por su marido. Hay que trabajar mucho en él para conseguir erigirle como el héroe de la función, y de ahí que se dediquen tantos esfuerzos a dibujarle en profundidad desde un guion que apuesta por la sutileza, y desde una interpretación capaz de expresar hasta el último demonio interior con una mirada rota. Ah, pero hay truco, y ahí la gracia del subtexto que decíamos al principio: quitando la ubicación de la acción, el forzado acento ruso de los actores angloparlantes del film, la serie de asesinatos e incluso el pasado trágico del protagonista, esto va de un individuo consciente (o que va tomando consciencia, vaya) de estar del bando equivocado. Forzado a actuar siguiendo unos principios morales impuestos que sabe que deben cuestionarse. Y por tanto, horriblemente atormentado al verse en la situación de hacer lo correcto para no traicionar aquello en lo que siempre ha creído (o le han hecho creer), o hacer lo Correcto que pasa por, justamente, traicionarlo. El asesino es lo de menos: Leo pide a gritos una obra buena, sea la que sea, bien podría haber sido otra gesta. Lo mismo que podría ocurrirle a quien ha actuado según los valores aprendidos en una iglesia cuyo sacerdote se descubre pederasta. O que quien ha votado siempre a un partido político del que de golpe han salido a la luz mamoneos de todo tipo. Desde ese punto de vista, El niño 44 es preciosa. Mil y un acontecimientos de todo tipo sirven para echar más leña al fuego infernal que siente por dentro Tom Hardy, fácilmente traducibles a los tiempos que corren y extrapolables a todos y cada uno de los espectadores, piensen lo que piensen, voten lo que voten, o les gobierne quien les gobierne.
Así que, no, no es una película perfecta ni muchísimo menos. Si nos quedamos en la superficie, un reparto correcto (Hardy está excelente; Oldman, Noomi Rapace, Joel Kinnaman, Paddy Considine y Vincent Cassel cumplidores en mayor o menor medida) y una puesta en escena con todo lujo de detalles a duras penas maquillan lo irregular de su ritmo, y lo erróneo de alguna de sus decisiones argumentales: el estudio en profundidad de los personajes se convierte en una obsesión tan grande como para dedicarle infinidad de minutos a un asesino que ni nos va ni nos viene, con tal de justificar de paso una pequeña puyita social aún más intrascendente. Pero si se escarba hasta llegar a sus intenciones reales, resulta que El niño 44 viene cargada de un mensaje de redención personal tratado con sumo mimo, sentido y en cierto modo apasionante. La metafórica pelea en el barro es, quizá, el mejor ejemplo de esta distancia entre irregularidad formal vs esfuerzo poético (o así). Deja al espectador embarrado en algunos planos, pero a la vez satisfecho en otros. Aletargado, pero conmovido… Al que quiera entrar en el juego, claro está.
6/10