Crítica de No se aceptan devoluciones
Por muy universal que sea una temática, pongamos la paternidad, y por muy inagotables que parezcan sus posibilidades dramáticas, la originalidad y frescura siempre pide un plus de esfuerzo. Uno no puede apelar a esa condición de intemporalidad y a partir de ahí limitarse a refreír tópicos y esperar que la cosa funcione, por lo menos creativamente hablando. Así que ante los resultados que ofrece un producto como No se aceptan devoluciones las posibilidades son limitadas: o bien el cómico y ahora director Eugenio Derbez es un alma cándida que cree estar contando una historia arrebatadoramente encantadora sin darse cuenta de que no aporta absolutamente nada nuevo (y bueno) a lo ya conocido o bien es un tipo condenadamente listo. Me inclino por esta segunda, a tenor de sus resultados en taquilla en México, su país de origen y, atención, también en Estados Unidos, donde pasa por haberse convertido en la película latinoamericana más taquillera de todos los tiempos. Así que sea como sea el éxito es patente, el tipo ha tocado la fibra y ha engatusado a millones de espectadores con su historia, uno de esos relatos que pretenden conjugar risas y llantos para enriquecer el alma de sus espectadores. En una época en la que hemos convertido Internet en un tablón de anuncios sentimentaloides de clicado rápido, en un momento en que hemos vendido a los muros de Facebook nuestro espíritu crítico y nuestra capacidad reflexiva en favor de un puñado de historias «inspiracionales» y de autosuperación tocadas por la moralidad más moña. En un tiempo en que Reina por un día y su pornografía sentimental basada en la competición de desgracias ha vuelto en forma de vídeos de consumo rápido que piden tu like y que compartas a toda costa, en este contexto no me extraña nada el éxito de la película de Derbez.
¿Me alegro por él? Desde luego, por qué no. El tipo es uno de los cómicos más queridos de su país y mucha gente de por allá parece adorarlo y reírle todas las gracias. Pero ¿se lo merece? En términos de ética e integridad artística, desde luego rotundamente no. Y es así básicamente porque trata a sus espectadores (y por lo visto acierta) con un desprecio absoluto. El del narrador que parece convencido de que su público necesita consumirlo todo previamente mascado y que además está incapacitado para cualquier tipo de análisis crítico. Esta historia de un tipo despendolado y peterpanesco al que de repente le cae el cuidado de una hija con la que emprende la búsqueda de la madre no es sólo una acumulación de clichés y lugares comunes, es también una demagógica bomba de lágrimas de cocodrilo y risas de parvulario. Una película que no sabe prescindir de subrayados emocionales, que necesita teledirigir las emociones de sus espectadores y que, a cambio, les recompensa con pura y simple complacencia y condescendencia. Un derroche de momentos prediseñados en un laboratorio que, sin embargo, ignora cualquier distanciamiento irónico y cualquier tipo de desmitificación autoconsciente. Esto es, en otras palabras, una irrelevante tontería pagada de si misma e hinchada de su propia hipotética (inexistente) trascendencia emocional.
Porque efectivamente busca esa trascendencia, vaya si la busca. Derbez se une a esa tradición de payasos que en cierto momento de su vida deciden aparcar su propia ligereza para abrazar una especie de seriedad cómica, para hablar de temas más graves, sin aparentemente caer en la cuenta de que la comedia ya es, en si misma, un tema grave. Y en esa tesitura el de No se aceptan devoluciones parece ser el testimonio de un fracaso inconsciente. El de un autor que intenta sublimar El chico de Chaplin para convertirse en una suerte de sucesor de Cantinflas y facturar algo como una Alicia en las ciudades imaginada por Roberto Benigni. O por el Benigni de La vida es bella, en palabras del propio Derbez una de sus máximas inspiraciones junto con Cinema paradiso. Sin embargo todo lo que saca el director de semejante operación de autolavado espiritual es convertirse en un émulo desvaído e inofensivo del Adam Sandler -a quien también parece adorar- de Un papá genial. En una versión un tanto más miserable de Tres solteros y un biberón o Un chico grande. En un showman -interpretativamente tullido para la comedia tanto como para el drama- más preocupado por hacer funcionar a toda costa los resortes emotivos de su película que por cuidar los elementos más detallados: no hay mimo en los posibles matices, sólo hay una visión borrosamente maximalista de la comedia sentimental, en todo momento homologable al modelo norteamericano.
De modo que la película, bajo una observación mínimamente rigurosa, termina funcionando al revés de lo que pretende: las partes emotivas devienen en una involuntaria comedia por lo preprogramado de sus planteamientos y lo escandalosamente evidente de sus costurones dramáticos. Las partes cómicas producen vergüenza ajena por lo pedestre de sus ocurrencias, por la absurdidad de sus gags infantiloides, por el uso poco creativo del ocasional slapstick y en general por la aparente falta de consciencia de si misma. La bonhomía repelente que desprende su protagonista termina resultando cargante e irritante, los trazos gruesos con que están diseñados sus personajes resultan ajenos a cualquier tipo de matiz y la pobreza intelectual de sus mensajes aleccionadores terminan sublevándole a uno: como en el peor Hollywood, el descarriado acaba domesticándose para integrarse en la sociedad aprendiendo de los valores más convencionales y el drama sobre la responsabilidad adquirida termina haciendo el efecto contrario y parece invitar sin quererlo al más puro hedonismo. Y si no lo logra se encarga de ello un segundo acto tedioso por lo reiterativo (o todo lo contrario, por deslavazado y desnortado) que termina desembocando en un final de fiesta con twist argumental incluído en el que se desata la mayor orgía lacrimógena, un órdago de babas, mocos y violines exuberantes difícil de ser tomado en serio. Una coda que deja la de El campeón al nivel de una fiesta de pijamas.
En lo formal, No se aceptan devoluciones se sustenta en una realización torpe y ofrece una apuesta visual inconsistente, con una fotografía sobresaturada y una evidente desesperación por exhibir una calidad inexistente, a base de copiar tics y gestos escénicos ajenos. El resultado parece lograr una factura notable, pero la misma está basada en un trabajo poco ligado a una reflexión expresiva. Ello unido a una duración excesiva y un aparato interpretativo infratrabajado, cercano al culebrón televisivo, terminan de redondear una apuesta que jamás debería haber salido del ámbito de la sobremesa. Y cuidado, quisiera poder justificar esta cinta mediocre apelando a su voluntad de recuperar un cine de los sentimientos, a su apuesta por las simples y más básicas emociones, algo de por si no necesariamente reprochable. Si apuramos, según se mire incluso encomiable. Pero soy incapaz y, en este caso, ello sería irresponsable por mi parte, de modo que desisto de la tarea y me limitaré en cambio a aconsejar a todo aquel que vaya a pasar por taquilla y dejarse sus euros en esta película que recuerde antes su profético título o calle para siempre tras salir de la sala.
Serie B sentimental.
2’5/10