Crítica de La noche que no acaba
Bárbaro. Isaki Lacuesta prosigue su mudanza hacia ese lugar al que sólo pueden acceder unos cuantos nombres del cine mundial; los capaces de articular una propia identidad a base de añadir matices a lo que debería resultar un discurso disperso y desenfocado. Pero que, paradójicamente, sale reforzado e incorruptible. La operación es tan simple de explicar como compleja de llevar a buen puerto: se trata de labrarse una personalidad intransferible a base de construir un discurso sólido pero ramificado. De dar un paso en cada dirección para terminar llegando a un lugar único. De nunca repetirse, pero no abandonar jamás una misteriosa coherencia que, insensato quien lo intente, es imposible de sondar.
Se le pueden encontrar algunas constantes a Lacuesta. Especialmente un interés por los puntos indeterminados que quedan entremedio de dos polos de la narrativa: ese intermedio que separa la ficción del documental y que convenientemente trabajado puede dar a luz a una tercera tipología. Una especie de «realidad ficcionada» que sin embargo ni traiciona totalmente a la verdad ni hipoteca el sentido de la creación. Tres palabras lo definen estupendamente. «Documental de creación».
Y parecía que, aun sin errar un milímetro su tiro, el director podía haber cargado últimamente hacia la ficción casi pura con una soberbia «Los condenados» que se servía de un contexto real y reconocible para desarrollar una historia ficticia. Pero -obviando algunas interesantes cápsulas que ha cocinado entre medias en su laboratorio, como ciertas instalaciones- dos habrían sido demasiadas, y a Lacuesta hubiéramos podido notarlo inquieto de no haber edificado para el canal TCM (junto con su inseparable e imprescindible Isa Campo) este poderoso melodrama que es en realidad una suerte de adaptación del libro «Beberse la vida: Ava Gardner en España», creación del escritor Marcos Ordóñez. Y que es, con todas, el resumen del paso de Ava Gardner por una perpleja península berlanguiana dispuesta a transmutarse en un aparador florido y alegre sin importar (al menos durante diez minutos) la porquería que se estuviera cociendo con el caudillo mandando.
Y en «La noche que no acaba», como en todo el cine, todo empieza con un plano. Un plano que inaugura su idilio con el país (uno de «Pandora y el holandés errante»); y al final otro plano, uno que cierra esa relación (uno de «Harén»).
Y, en medio, una crónica del Hollywood de los grandes estudios de la época y un testimonio del choque entre la diva, con su plus de oropel transhollywoodino, y esa España franquista (o franquizada) que empezaba a absorver extranjeros de paso y a resultar una especie de (falsamente) idílico retiro espiritual/creativo para varias personalidades culturales de la época. La historia de los amoríos y amistades de la protagonista de «La condesa descalza» (su pasión por los toreros -Mario Cabré o Luis Miguel Dominguín-, su gran amor Frank Sinatra o su complicidad con el poeta Robert Graves) y su romance con todo lo puramente español (el flamenco, las corridas) y con los propios varones ibéricos, a quienes proporcionó, se dice, un exhaustivo y completo repaso sexual.
Bien, pero quien conozca el cine de Lacuesta sabrá que no podemos esperar de todo esto una biografía fría y objetiva a modo de relleno documental para canal temático. Mucho menos que podamos extraer de los escarceos, caídas en el alcohol y excentricidades hollywoodienses una lectura sensacionalista o un espíritu amarillista.
«La noche que nunca acaba» nada en otras aguas. Para empezar porque no se limita a ilustrar con imágenes el texto de Ordóñez, sino que busca relaciones de sentido entre las indagaciones del escritor y las inquietudes audiovisuales del realizador. Mediante una recopilación de testimonios de la época y una extensiva operación de acopio de material, labor intensa de arqueología fílmica que crea un collage torrencial, el director establece un discurso más sentimental, más plagado de referencias y sugerencias que puramente hagiográfico. Una visión personal y emotiva, a la manera de un Godard («Histoire(s) du cinéma») menos radical o un Erice («La morte rouge») más documental que resulta en un espectáculo cinéfilo y mitómano, pero también investigador y didáctico; accesible y complejo al mismo tiempo. Y orgánico, nunca esclavizado por el estatismo de los hechos históricos.
Una hora y media que no sólo explica sino que también juguetea con una cierta poesía del montaje; una lírica, ritmo, métrica y cadencia de las imágenes que se significan a sí mismas no sólo mediante su contenido, sino también a través de su disposición formal: en «La noche que no acaba» los planos dialogan entre sí a través del tiempo, a menudo separados por décadas de distancia, creando una especie de puente entre una Ava Gardner joven y exultante y una (prematuramente) envejecida y curtida. Y estableciendo, además de una fina reflexión sobre las estrellas y el envejecimiento, un juego de espejos entre la realidad y la ficción (las ficciones); manipulando el texto a voluntad del propio director, que incluso disloca sonidos e imágenes en beneficio propio, para crear nuevos diálogos y un discurso apropiacionista pero totalmente personal.
Un constante jugueteo (también entre la actriz y las dos narradoras, una Ariadna Gil que podría ser la versión joven de Charo López, quien a su vez podría ser una sosias de la propia Gardner) que al final es puro Lacuesta/Campo, porque pivota con comodidad entre el lenguaje cinematográfico, el televisivo y el multimedia (la narración de «La noche que no acaba» casi parece un despliegue de hipertextos) y porque acepta múltiples planos de comprensión, recepción y establecimiento de relaciones y significados. A pesar de que muchos se empeñarán en negarlo, «La noche que no acaba» es un ejercicio tan rico e intelectualizado como visceral, popular, abierto y receptivo.
8’5/10