Crítica de Nuestro último verano en Escocia (What We Did on Our Holiday)
Marchando una feel-good movie más, venida de una industria propensa a ellas. Marchando, pues, una de tantas, de aquellas que se estrenan semana tras semana y que tienen buena suerte o no, según lo acertado que esté su Community Manager o su departamento de publicidad para hacerlas virales (que se lo digan a Pride (Orgullo)). Ahora es el turno de una película que, para mayor inri, recibe una traducción de lo más desafortunada por nuestros lares: What We Did on Our Holiday es fundamental para saber de qué va la cosa, a priori sobre una familia que se reúne para el 75º cumpleaños del abuelo; una familia compuesta por dos hermanos, uno envidiable sólo en apariencia, casado y con un hijo adolescente, el otro directamente en vías de divorcio, con tres hijos de diez años para abajo. Todos se reúnen y hacen como que son muy felices, para no darle un disgusto al anciano. La gracia reside en ese qué hicimos en nuestras vacaciones, en referencia a los habituales deberes que reciben los niños cuando vuelven al cole, y a la gansada que hacen los tres más pequeños justamente en este viaje, algo que desencadenará un pifostio de aquí te espero. Nuestro último verano en Escocia suena más a comedia romántica condenada al olvido. En fin, sea como sea, comedia sí es. De esas con moraleja, de sonrisa de principio a fin, amable como pocas… feel-good en toda regla. Oh, pero con una diferencia: respeta al espectador.
Y es que ya desde los primeros compases del film, sus directores y guionistas Andy Hamilton y Guy Jenkin dan a entender que no se van a relajar, no van a contentarse con seguir más raíles de los necesarios. Sí es cierto que la propuesta se adscribe a un determinado tipo de cine, y como tal no puede perder ciertos lugares comunes: nada en ella se pasa de rosca ni en lo sentimental, ni en lo cómico, ni en lo trascendental; y en cambio, todo suena más o menos, por haberlo visto en mil y un ejemplos similares (la pareja separada que decide hacer ver que está unida y feliz ya atufa). Pero la primera toma de contacto es, dentro de estos límites, fresca. El montaje es atípico, parece como si después de abrirle al espectador la puerta a una zona de confort (plano general de Escocia, donde sucede el grueso de la trama, a ritmo de violines) se la cerrara de golpe (brusco corte y cambio de escena y de música). La fotografía y puesta en escena, tan colorista una y ligera la otra como suele ser habitual en la comedia inglesa actual, alberga momentos de oscuridad. El guion describe personajes y situaciones habituales, pero luego se desmarca con brochazos de lo más inesperados. Y así, aunque sean meros chispazos los que alimenten lo inusual en ella, Nuestro último verano en Escocia genera un extra de interés en el espectador, que le corresponde con un plus de empatía.
Y eso que en el fondo, las intenciones están ahí, más claras que el agua. Hamilton y Jenkin quieren hacer reír y emocionar a partes iguales, aleccionando de por medio y sin levantar ampolla alguna. Es lícito. Que lo hagan desde una posición ligeramente alejada del piloto automático, apostando por un humor que en ocasiones se torna surrealista; que aquí y allá se den acontecimientos cuanto menos inesperados, que le hagan estar a un pendiente de ver hasta dónde son capaces de hacerlo llegar; y qué demonios, que lo hagan de la mano de actores tan interesantes (y con tan atinada vis cómica –humor inglés, esto es) como son David Tennant, Rosamund Pike o Billy Connolly… sirve para que en este género tan plagado de ciegos, la que nos ocupa haga de tuerto. Si nada de todo lo que he comentado hasta ahora sirve para convenceros, ojo: tres niños de menos de diez años, y ninguno de ellos hostiable. Mejor prueba que ésta…
6/10