Crítica de Open Windows
De alguna extraña manera, hay un tema central que vertebra todas las obras de Nacho Vigalondo, y ahí incluyo los cortos que ha ido diseminando por ahí desde sus inicios: las relaciones sentimentales entre mujeres y hombres siendo estos, además, víctimas de sus propias incapacidades -a veces bastante lerdos-. Open Windows no es una excepción, y si bien no representa -como en otros casos- una metáfora directa del gran e insondable Misterio del Amor sí es cierto que parte de ese caldo de cultivo. Añado un nuevo elemento a la cuestión: si es cierto que el buen cine de género es en el fondo un reflejo de algunas de las obsesiones y preocupaciones de nuestro presente, lo nuevo del autor de Cronocrímenes cumple en su cometido de mostrar la inoperancia social de un cierto tipo de personaje muy reconocible: el internauta obsesionado con una celebrity femenina y dedicado a tiempo completo a rastrearla por la red global. En este caso concreto, nos encontramos con Nick -Elijah Wood-, un pobre diablo que se dedica a capturar pantallazos de una actriz de nombre Jill Goddard -Sasha Grey- para subirlos a su propia web de candids. La trama se articula entorno a dicho personaje, se detona mediante el plantón de la actriz, que debía cenar con él, y se desarrolla mediante un juego de gato y ratón con un tercer personaje, un hacker que ha pinchado el ordenador de Nick. No conviene desvelar mucho más del argumento, pero sí es esencial hablar de la forma: el triple salto de Vigalondo es mortal, coge géneros y formatos y los tritura en una sola presentación, arriesgada y compacta: Open Windows se desarrolla a tiempo real y se muestra única y exclusivamente a través de la pantalla de un ordenador.
Bestial ejercicio de estilo y pirueta formal kamikaze que, más allá de lecturas sociológicas -que también- plantea un diabólico estudio sobre los métodos de representación y un ensayo entorno a la ficcionalización total del relato, al poder del montaje como herramienta cinematográfica y a la evolución de los medios de comunicación con la entrada de las plataformas digitales. Los elementos no son nuevos: el uso de la multipantalla lleva décadas activado (en el género del suspense dio un paso de gigante con El estrangulador de Boston y se convirtió en modus operandi narrativo con 24); el recurso de la imagen capturada por soportes múltiples de índole doméstico ha alcanzado su cenit y posterior combustión con los found footage; la narración a tiempo real es una de las grandes quimeras de los realizadores de suspense, siempre tan preocupados por alcanzar una suerte de verosimilitud basada en la vivencia sincrónica de los sucesos entre el protagonsita y el espectador. El montaje externo basado en una diégesis interna -el director decide el orden de sus planos, pero basándose en una filosofía del no-corte: le basta con desplazar de una ventana activa a otra, emulando la visión selectiva del espectador- representa algo así como la aplicación a la linealidad narrativa de experimentos formales como aquel fallido (pero interesante) proyecto HBO Voyeur. Sí, todo eso existía antes, pero la gracia de Open Windows está en cómo Vigalondo aplica todos esos preceptos a un fin mucho menos elevado. Y no lo digo como algo negativo, todo lo contrario: la sabiduría del realizador está volcada en el puro, simple -y explosivo- espectáculo.
Porque la película demanda atención a todos los estímulos que aparecen en pantalla, a la elección de ventanas, a la información que queda relegada en una ventana que es solapada por una nueva, emergente. Pero en esencia supone un viaje muy controlado y extremadamente programado hacia el corazón del suspense más clásico. La cita a La ventana indiscreta es brutalmente obvia, lo mismo que esa tan hitchcockiana premisa de «pobre tipo inocente superado por un destino que pretende alcanzarlo». El aire de Brian De Palma circa 1980 (más concretamente el de Blow Out) que lo rodea es patente. Otros pequeños estímulos ocasionales parecen hacer avanzar con un punto fijo en el horizonte las intenciones de Vigalondo: la perversidad misógino-festiva del giallo y, acercándonos mucho más en el tiempo, la paranoia tecnológica y el morbo audiovisual de Black Mirror. Pero todo está puesto al servicio de la intriga (en forma de tecnothriller, dicen, psicosexual) y, en última instancia, del espectador. Él es, perdonadme la perogrullada, el objetivo último del director, que se autoimpone la obligación de agarrarlo por las solapas para no soltarlo y, aún más, de sorprenderlo a cada quiebro de la acción, a cada giro.
Hay que enfrentarse a Open Windows con ello en mente. Con la idea de que como coartada la película refleja los comportamientos reales (inapercibidamente histriónicos, hiperacelerados, enfebrecidamente multitarea) de un internauta medio ante la pantalla de un ordenador. Pero que como propósito final esto no deja de ser una ficción desprejuiciada y petarda basada en la pura pirotecnia narrativa y de un acabado literario casi obsesivo en la construcción de giros, retruécanos y hasta un salvaje twist. Vigalondo nos pide paulatinamente y hasta el abigarrado clímax-farra que abandonemos nuestro sentido de la incredulidad, que compremos todas las triquiñuelas de su juguete conspiranoide, que no nos detengamos en detalles tan peregrinos y razonamientos tan vulgares como lo que podría o no podría pasar en la vida real. E incluso nos pide que saltemos de uno a otro género y terminemos aceptando propuestas que sólo pueden entenderse en un terreno escorado hacia la ciencia ficción. La parte mala, casi diría irremediable, es una cierta descompensación general de la película, a ratos un tanto irregular en ritmo, (falsamente) errante. La parte buena es, claro, y si se decide uno a entrar en la partida, todo lo demás: un chorrazo de buenas ideas de guión, un regimiento desbordante de propuestas visuales alucinantes. Y una buena muestra de sabiduría escénica en una decisión que podría constreñir la narración pero que, como en el estupendo remake de Maniac -otra con Elijah Wood, por cierto- se convierte en una elección coherente y perfectamente solventada.
Inquietante, divertida, descompensada, tensa, intrascendetemente juguetona, a ratos fallida si se quiere. Vale. Pero como sea Open Windows vuelve a colocar a Vigalondo en el punto de mira de todos -especialmente de esos francotiradores con balas de pólvora mojada- y lo confirma como un tipo muchísimo más listo que quien pueda querer derribarlo a base de ortodoxia crítica y argumentos anquilosados: el tipo ha venido aquí a pasárselo bien, a hacérnoslo pasar bien a nosotros y, de paso, a demostrar lo jodidamente bueno que es cuando hace lo que hace.
7’5/10