Crítica de Ostermontag
Hace un par de décadas, el cine aún no era ni tan pulcro e insípido, ni tan inofensivo y desganado como lo es ahora. Por aquel entonces aún había quien buscaba nuevas formas de expresión, quien plasmaba sus inquietudes personales en un rollo de celuloide (por digital se entendían otras cosas), y quien veía en una producción cinematográfica la posibilidad de influir sobre la gente. Y si en lugar de «influir», quiere usarse la palabra «afectar», o «escandalizar», ningún problema. No vamos a entrar ahora en discusiones sobre la licitud o no de buscar el escándalo por el escándalo, pero sí puede argumentarse sin miedo al equívoco que, antes, la manga era más ancha y la vista, más gorda. Las mil y un cautelas que hoy en día deben tenerse en cuenta para hacer cine sin herir los sentimientos del espectador han llevado a que, aun queriendo herirlos, a un cineasta le cueste llegar a rebasar la barrera de lo realmente chungo, más allá de lo visualmente aprensivo. Ojo, digo «le cueste», que afortunadamente aún hay películas capaces de revolverle a uno por dentro. Pero digamos que en lo que a los principios de los 90 se refiere, la realidad de (o la idea que se tiene de) la época es que era más fácil concebir verdaderas burradas. Y es por aquí por donde pulula la película de Heiko Fipper que ahora nos ocupa, un Ostermontag que es a la vez su punto más álgido y su condena: con credenciales así no es muy normal que te acabes convirtiendo en un director de masas, la verdad.
Dejándonos de introducciones genéricas, lo cierto es que a nivel conceptual, el visionado de esta cinta a día de hoy no supone sobresalto alguno (de la misma manera que no lo suponía entonces, a fin de cuentas). Toda ella gira alrededor de un secuestro en casa, y salvo sus conatos de síndrome de Estocolmo poco hay que sorprenda, ni mucho menos que altere aparatos intestinales. La sombra de La última casa a la izquierda es alargada, y sólo ahora puntuales producciones han sido capaces de evitarla con algo más que aportar más allá de mejoras artísticas (Funny Games, À l’Intérieur o Secuestrados). Y esta, de mejoras artísticas, ninguna y de novedades, pocas. Si acaso, la presentación en forma de grabación real, ese found footage que tanto se estila ahora, con la consiguiente infinidad de errores tipo «alunizaje norteamericano» (¿quién está grabando eso si todos los protagonistas salen en pantalla?); de hecho, suena a excusa para disimular el excesivo amateurismo del producto a todos sus niveles, interpretativo a la cabeza.
A todas estas, tampoco es que haya nada demasiado violento, aprensivo ni desagradable: durante la mayoría de su metraje, apenas se pueden destacar alguna intentona de violación, alguna somanta de palos y una premisa argumental tirando a malvada (un chico está enamorado de una chica, y al no corresponderle pretende matarla, pero al tener ésta una hermana melliza, no resulta demasiado sencillo acertar con el objetivo)… Poca cosa en general. Qué demonios, es todo francamente aburrido, pese a durar poco más de 60 minutos. De hecho, la esperanza se pierde casi por completo, hasta que una escena casi al final del film, reactiva nuestros radares ávidos de sangre. Brutal por su sequedad, su explicitud y, sobre todo, el factor inesperado. Incluye cuchillos como sustitutivos fálicos. Caramelito para nuestras entrañas rápidamente indigesto: tal como concluye ese conato, empiezan los títulos de crédito en un final brutal, sí, pero insuficiente.
¿Seguís aquí? Bien, porque hay más. Lo bueno viene ahora, cuando una nueva sorpresa estalla (ya con el film concluido) en forma de una de las secuencias más salvajes que un servidor ha visto en su vida. Fiel al estilo de falso documental , Fipper aguanta los planos hasta límites insoportables, y a través de ellos se saca de la chistera una violación tremenda. Un tour de force demencial muy difícil de aguantar tanto por lo que supone a nivel argumental como, y sobre todo, por las vejaciones a las que el atacante expone a su víctima. Por supuesto que se nota que es un muñeco. Por supuesto que, a día de hoy, sus efectos especiales son defectos para el cómputo global. Pero el concepto es el concepto y a mí, ver una explosión de semen salir por un agujero de reciente creación en la espina dorsal de una mujer vestida con medias de rejilla y colita de conejo, fallecida para más inri durante todo el proceso, me sobrepasa.
Seguramente, Ostermontag es una de las peores películas que uno pueda haber visto en su vida. Cinematográficamente nula, aburrida y predecible. Pero si se va a lo que se va, se sale francamente escaldado. O deleitado, claro.