Crítica de Paraíso: Amor (Paradies: Liebe)

paraíso: amor

Asentada ya entre crítica y público europeos su condición de agitador, de esteta de lo miserable y azote del bienpensar, el austríaco Ulrich Seidl encara un ambicioso proyecto creativo, una trilogía «Paraíso», una serie centrada en tres mujeres interconectadas entre si y con un grave defecto emocional, un triplete cuya primera parada es esta Amor. Centrado en ese turismo sexual de maduras blancas que van a aplacar sus ansias eróticas al África negra (el mismo que contextualizaba la Hacia el sur de Laurent Cantet), Seidl pretende poner sobre la mesa algunas de las neurosis de la sociedad moderna, tan marcadas siempre por los conceptos de desilusión y soledad, tan condicionadas por las distancias que se interponen entre la apariencia y la realidad, la convención social y los sentimientos genuinos. Aquí una de esas, así llamadas, sugar mamas se traslada a un resort en Kenya para huir de su rutina y de las frustraciones de su vida cotidiana, aparentemente feliz. En busca de compañía desesperada traduce su necesidad en sucesivos encuentros carnales con jóvenes africanos dispuestos a sobrevivir a costa de ese mismo turismo sexual. Y progresivamente va abandonando su dignidad en pos de la compañía a cualquier coste.

La mirada del director es implacable y su discurso no está preocupado en hacer muchos amigos; nos habla del patetismo de unas mujeres adultas que se quieren liberadas, pero las dibuja como seres hundidos en la pura carencia emocional, en una situación desesperada -marcada por su voluntad o por los roles sociales, da igual- enmascarada por un sentimiento de hedonismo vacacional. Por eso estamos ante una película especialmente desesperanzada, porque en ella el amor se substituye por mecánica y el sexo por una representación cuasiteatral en la que intervienen los dos miembros de la pareja, aunque de manera asimétrica. Un juego donde la víctima tampoco es inocente: Seidl nos habla de un choque de culturas también condicionado por esa condescendencia y esa sensación de superioridad moral exhibida por el hombre blanco, reflejo del desequilibrio sociológico y la metafórica fealdad del así llamado primer mundo. Un caldo de cultivo en el que las relaciones humanas ya sólo pueden ser fugaces, los encuentros furtivos, vacíos. Y los sentimientos, moneda de cambio.

Esa es la base ética de Seidl. La búsqueda de la incomodidad, de lo chocante, casi del escándalo. Un propósito delicado, reprochable de haberse tratado de una película espectacularizante, o quizá aleccionante. No es el caso. El realizador plantea un tono documentalista y obvia teledirigidos sentimentales o convenciones del drama social clásico (giros argumentales forzados, música melodramática) aun cuidando su apartado visual, buscando especies de postales de un esteticismo casi kitsch, marcadamente decadente, en un cierto modo feísta acorde con el mensaje. Y recorre todo ello de un soterrado humor negro que nos coloca entre la mirada tierna y el reproche a esa su protagonista, mientras convierte al realizador en una especie de Michel Haneke del exotismo cultural. Por lo menos prosigue su senda misma asfixiante, pesimista e incómoda, la que el propio Seidl inició ya con sus anteriores películas (de Días perros a Import/Export) y termina facturando un relato sobre la destrucción de la persona a partir de la violentación de sus códigos individuales. Acusar a Seidl de agresivo sería quedarse corto, pero al mismo tiempo haber entendido poco.

7/10

Por Xavi Roldan
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Xavi Roldan empezó la aventura casahorrorífica al poco de que el blog tuviera vida. Su primera crítica fue de una película de Almodóvar. Y de ahí, empezó a generar especiales (Series Geek, Fantaterror español, cine gruesome...), a reseñar películas en profundidad... en definitiva, a darle a La casa el toque de excelencia que un licenciado en materia, con mil y un proyectos profesionales y personales vinculados a la escritura de guiones, puede otorgar. Una película: Cuentos de Tokio Una serie: Seinfeld

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